Monday, April 10, 2006

Telegrafista

12
Me quedé siempre con la idea de que al menos ellas tenían una capacidad de recordar espontánea, no destinada más que a ellas mismas, sin la menor intención de compartirla con terceros. Yo, en cambio, me encomendaba a ciertos escenarios, guardaba algunas impresiones, pero no podía ordenarlas. Había en ellas una cierta inocencia en el uso de las palabras, una espontaneidad que yo ya no era capaz de tener debido a mi trabajo. Me había dedicado demasiados años a recoger y a escribir ideas ajenas, a apuntar frases que tenían algún valor informativo. Lo hacía bien, me parece. Transcribía con fidelidad lo que la gente me decía. Ése era mi oficio. Sin embargo, durante los meses que siguieron a nuestro encuentro en Navojoa empecé a sentir cierto hartazgo de las labores tan fugaces y transitorias del periodismo. Se me habían vuelto demasiado mecánicas y repetitivas. Ninguna novedad me esperaba a la semana siguiente cuando debía preparar otro reportaje. Tenía la sensación de que otras personas hablaban a través de mí y de que yo era alguien sin voz propia.
Lo pensé también de otra manera. Me decía en lo más íntimo que tal vez no había retenido gran cosa de mis años de infancia porque estaba paralizado, porque era incapaz de la menor emoción. Y ya se sabe que sólo se recuerda bien lo que ha estado acompañado de grandes sentimientos. O a la mejor lo que había sucedido conmigo era que desde niño fui muy disperso: no fijaba la atención en nada más de cinco minutos. Y, por supuesto, de inmediato desplazaba lo que amagaba con ser doloroso. Así, era probable que mi memoria no fuera muy fecunda porque me las había ingeniado para no sufrir. La tenía anestesiada y no quería reconocer que en el fondo —era demasiado tarde, no volvería a ser joven— ya no me importaban tanto mis padres y, no sin esfuerzo, sólo concentrándome, apenas los recordaba de manera muy borrosa. Estaba demasiado hecho a mi presente. ¿Por qué, pues, había yo de tener una versión de los hechos, como ellas?
Era como una frontera la que sentía interpuesta al recordar. Una alambrada. Un alto. Hasta allí no puedes llegar. No hay paso. Me acostaba y cerraba los ojos. Buscaba en la penumbra algunos intersticios por donde pudiera escabullirme. Mis palabras no eran mis palabras. Estaba demasiado impregnado de razonamientos extraños y de percepciones que otros, no yo, habían tenido. Las frases de los libros interferían desbocadas pensando por mí: me pensaban, me violaban. Oía que sólo en la oscuridad empieza el trabajo de la memoria. Oía que la memoria es lo mismo que la imaginación. Oía que nuestros cerebros albergan un constante movimiento fronterizo, confinante, limítrofe, de ahí los dolores de cabeza y la migraña, de ahí tanta confusión. El límite, el confín —lo oía, me lo decían—, entraña algo definitivo, la puerta puede cerrarse: la frontera entre la vida y la muerte, entre la madrugada y el amanecer, entre el atardecer y la noche. Ni siquiera el umbral habrá de redimirnos. No por nada mi absoluta incapacidad de concentración sostenida me había llevado a elegir, sin pensarlo, un trabajo de atención dispersa, como el del periodismo. Sólo podía atender asuntos de carácter perentorio, con plazos fijos y cortos. Pero ninguno que comportara una mínima persistencia. Así había sido desde siempre: me instalaba en las nubes a la menor provocación y muchas veces, cuando alguien me hablaba, acumulaba vacíos, lagunas que luego no podía llenar para dar la impresión de que había escuchado.
Con el paso del tiempo aprendí a aceptar esta suerte de comportamiento errático. Dejé de torturarme. Es mi modo de ser mental, me dije; no tengo por qué vivirlo como quien aprende a vivir con una enfemedad. A la mejor se trata, dije para mis adentros, de una especie de alcoholismo sin alcohol: una tendencia al miedo que para conjurarlo no me impelía a buscar la copa sino a ocuparme de otros pensamientos, porque la verdad era que a la menor distracción organizaba una fuga; me mordía las uñas, leía periódicos (sólo el principio de las notas), iba de un café a otro, nunca terminaba de leer un libro. Y esta disipación no habría de tener fin. Picaba de aquí y de allá. Nada se me quedaba entre las manos. Llegué a tener más de cuarenta libretas empezadas, durante años. Ninguna continuada. Sólo leía prólogos y epílogos o la solapa de los libros que informaban del autor. Más que en lector me había convertido en un coleccionista de libros. Y esas notas a medio empezar eran como telegramas. De más de diez palabras, es cierto. Pero anotaciones puras. Apuntes. Ideas, frases que escuchaba en las calles o en los cafés. No redondeaba nada. No completaba nada. Todo lo dejaba apenas esbozado. La redacción de la revista, atiborrada de escritorios metálicos, ceniceros rebosantes, máquinas de escribir y pilas de papeles por todos lados, empezó a parecerme una de aquellas oficinas de telégrafos y entonces vi, más allá de la frontera, en el confín distante de las tinieblas, que lo único que había podido hacer en la vida era perpetuar el trabajo corto e intempestivo de un telegrafista. Y quise sonreir dentro de mí, pero no pude: era un oficio viejo, sustituido por sucesivas tecnologías. No un animal en extinción sino extinguido. Es decir, en cierto modo, yo ya no existía.

1 Comments:

Anonymous glbrtfrrorysun@yahoo.com said...

Leí todo el texto.
Lo encuentro sin interés, no hay puntos atractivos que de alguna manera atrapen al lector; en otras palabras, se trata de una conversación familiar. Si esa fue tu intención, lo lograste.
Lo leí porque te conozco personalmente, nADa mÁS, de otro modo no lo hubiera repasado.
Gilberto Fierro Reyes

10:27 PM  

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