Monday, April 10, 2006

Un espectador desatento y distante



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Las versiones que de mis hermanas recogí aquella noche en Navojoa perduraron en mí de una manera vaga e inasible, entrecortada. Se agolpaban en mi mente o en mis sueños, se empalmaban como si lo dicho por una hubiera sido el recuerdo de la otra. Lo cierto es que, ante todo, me sentía un extraño, como si yo no hubiera vivido nada. Ellas parecían tener algún tipo de contacto con el pasado; yo, no. Nada en concreto sabía de mi padre ni de mi madre. Yo no podía dar una versión de los hechos. No acertaba a inventar una sola imagen ni a intercalar alguna reflexión, como si hubiera sido un espectador desatento y distante. ¿Qué podría haber dicho si alguna de ellas me hubiera interrogado? Bastante raro había sido el que yo me plantara ante ellas como un entrevistador deseoso de encontrar una historia. No suelen hacerse estas cosas, mucho menos entre amigos o parientes con quienes se han tenido las mismas experiencias. No se habla así de nadie, con tanta desenvoltura, con tan extraña frialdad. Lo que más me sorprendió es que hablaban como de algo que no había tenido nada que ver conmigo.

Me decía mi dulce corazón. Me preparaba café con leche y me lo llevaba a la cama. Me acongojaba mucho no poder ayudarlo. Era muy tierno, muy sentimental. Lo sentía solo, cuando llegaba tomado. Le hacía su café negro en taza blanca, como él decía. Quería hacerlo comer para que se repusiera. Cuando yo tenía trece años, después del asalto, lo fui a ver al Hospital Civil. Duraba horas y horas a su lado, tomándole la mano. Cuando volvió en sí, me prometió que no volvería a beber. Y efectivamente lo cumplió. Nos volvimos grandes amigos.
Le gustaba mucho caminar. En eso sí se parecía a Azucena. Se iba caminando a través de todo Tijuana hasta la calle Primera, por el rumbo de la Puerta Blanca, donde vivía su mamá. Me llevaba de la mano, caminando, caminando. Era feliz y caminaba de prisa, encajando los tacones. Me invitaba al cine que estaba enfrente del telégrafo, platicábamos, compraba discos, música española, flamenca, huasteca (el Querreque era como su himno; con ese son quiero que me entierren, decía), inclusive bailábamos, me pedía que le sacara las castañuelas y le bailara. Le encantaba cocinar, las ensaladas eran su especialidad, con aceite y vinagre, de berros y albahaca. Me dijo que sólo por mí tenía deseos de vivir y que iba a cambiar. Su relación con mi madre y Azucena se había echado a perder. Ya no se hablaban y se sentía muy rechazado, muy triste. Lo único que lo mantenía en la casa era su afinidad conmigo. Le podía muchísimo haber desertado del telégrafo antes de tiempo, haber perdido sus derechos de jubilación, porque una de las veces en que andaba tomado se le metió la locura de renunciar. Y le aceptaron la renuncia, los muy cabrones.
Sólo cuando había una plaza vacante de algún compañero que se enfermaba o solicitaba un permiso mi papá lo suplía, es decir: estaba de suplente. Terminó por poner un escritorio público a la entrada del telégrafo y una máquina de escribir para redactarle las cartas y los telegramas a la gente. A partir de entonces todas las noches llegaba con las bolsas llenas de veintes, daimes y pesetas. Y penis, muchos penis. Como vendedor de chicles, decía. Y eso le afectó. Yo creo que esto fue lo que finalmente acabó con él. Nunca se repuso.
Pasado mañana hará exactamente veintiséis años que mi papá estaba allí en la sala. Acababa de llegar y me puso un disco con una canción que decía Como el clavel del aire/ así era ella/ igual que una flor. Una especie de tango. Bailamos un rato. Comimos, volvimos a bailar, me dio un beso. Y se fue como a las tres de la tarde al telégrafo, a pie. Yo me encontraba a una cuadra de distancia del lugar donde se desplomó, en la colonia Cacho. Con un grupo de amigas estaba yo arreglando un salón que nos prestaron para la fiesta de San Valentín, que era al día siguiente, el 14 de febrero. Vimos entonces que se acercaba mucha gente a la esquina y que llegaba una carroza. Como yo nunca he tenido la costumbre de asomarme (me pongo muy nerviosa) me mantuve a distancia y no me interesé. Pero más tarde llegó la mamá de Guillermina Zonta y me llevó a su casa. Para eso serían como las siete y media de la noche. Me sentó en la cocina y me explicó que mi papá había sufrido un ataque y que tal vez no quedaría muy bien, que a la mejor iba a tener que usar silla de ruedas. Me empezó a preparar la señora. No hallaba cómo darme la noticia. Porque para mí la muerte de mi papá fue como un rayo. De una manera así, fulminante. Estando en un banquete la víspera del día del telegrafista, que también sería al día siguiente, el 14 de febrero, dejó un momento a sus compañeros porque hacía falta vino y se dirigió a una licorería de allí del bulevar Agua Caliente y la calle Ocampo, que ahora es una florería. Al tocar el primer escalón cayó muerto. Yo estaba en la calle Ocampo contraesquina, a una cuadra, de la misma calle de la licorería Roxy. Pero me llegué a enterar estando en la casa de Guillermina Zonta, con su mamá, y alcancé a oír que se suspendía el baile del 14 de febrero de San Valentín. Guillermina decía por teléfono se cancela la fiesta porque murió el papá de Olivia. Y en ese instante sentí un dolor desgarrador, lo más fuerte que he experimentado en toda mi vida, en el pecho, las sienes, el estómago. Pegué un grito como loca. No lo podía creer. No podía creerlo. Me fui corriendo a la casa por el callejón de Dimas, entré por detrás, por la cocina, recorrí las recámaras, la sala, el baño, no había nadie, y toda la casa empezó a vibrar, las ventanas, las lámparas, los espejos, las paredes de madera, los techos, toda la casa: se oía el aparato del telégrafo, el aparatito de la clave Morse que se usaba antiguamente, por toda la casa se oía.

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