Monday, April 10, 2006

Olivia


10
Lo primero que oí fue un chorro de agua. Olivia había abierto la llave y esperaba que se llenara la tina. Deduzco que se desnuda. Toca el agua tibia. Se mete en la tina y, a medida que va enjabonándose, me va contando:

Lo que sé es que no tenía un mes de nacida mi madre cuando mis abuelos decidieron trasladarse de la sierra de Chihuahua a Navojoa. Aquí creció ella. En esta misma casa. Fue una niña muy inquieta, muy impulsiva, muy temperamental. Muchas veces la maestra tenía que castigarla ordenándole que se estuviera quieta en uno de los pasillos de la escuela Talamantes. Allí hizo su primaria y a los quince años, por la falta de maestros en aquella época, a quienes no se les exigía que fuesen titulados, empezó como profesora rural en Tesia y allí transcurrió buena parte de su juventud. Conoció a mi papá a los veintitrés años y duraron tres de novios. Al año siguiente de casados nació Azucena aquí en Navojoa y como al mes de nacida se la llevaron a Tijuana, donde mi papá ya tenía a toda su familia: mi abuela, sus hermanas Sara y Laura, sus hermanos Alejandro, Alfonso, Jorge, Lotario. Parece ser que, por seguirlos a ellos, pidió su cambio de plaza en el telégrafo.
Yo crecí en la casa de la calle Río Bravo que construyeron mi papá y mi tío Jorge un poco antes de que yo naciera. Mi mamá dejó de trabajar durante sus primeros años de casada, pero después (ya tenía yo cuatro años) me llevaba con ella y subíamos la cuesta de la colonia Independencia para asistir a la escuela Granaditas, donde había recuperado su empleo como profesora. Casi siempre tenía primero o segundo de primaria. Plaza fija aún no la obtenía, ni era titulada. Después trabajó en la escuela Hidalgo, en la colonia Agua Caliente, y allí sí me tocó que fuera mi maestra. Finalmente pudo pasar a la Pensador Mexicano, donde yo hacía el tercer año mientras ella era profesora de cuarto. Siempre la tuve allí a mi lado, en el salón vecino, a lo largo de toda la primaria. Íbamos y veníamos juntas a la escuela, que quedaba enfrente de nuestra casa.
Le gustaba mucho conversar. Entraba en la cocina (un caos total, vivíamos con bastante desorden porque nunca se organizó de manera de poder llevar la casa y trabajar al mismo tiempo) y después de comer, sin lavar los platos, se iba a platicar con las vecinas, cosa que a mí me enfurecía. Me molestaba muchísimo que se pasara horas y horas en casas ajenas. Me indignaba porque me parecía muy fuera de lugar que siempre estuviera enterando a las señoras del barrio de sus problemas con mi papá. Ciertamente era muy difícil la convivencia con él. Le encantaba coser a máquina y la recuerdo sentada y llorando. Lloraba muchísimo y nos cosía y desbarataba vestidos y nos los rehacía a nosotras. Pero era muy contradictoria porque lo mismo entraba en un estado de ánimo eufórico, de mucha risa, que en un llanto inconsolable. Nos decía que andábamos estrenando ropa.
Nunca supe cómo había tomado mi tía Esther una de las reacciones intempestivas de mi madre cuando eran niñas. Llegaron un día de la escuela, muertas de hambre. Tenían una estufa de leña. Mi abuela les pidió que por favor la encendieran para calentar la comida. Mi tía era un poco lenta y mi mamá se desesperó a tal grado que de pronto tomó un cucharón de peltre y le dio con él en la cabeza. Llegué a creer que había sido algo muy grave que de alguna manera las había distanciado. Pero no. Se rió mucho mi tía y me lo aclaró: que no, que no tuvo la menor importancia.
Estaba un poco harta de seguir aquí en la vida. A menudo hablaba de la muerte. Es posible que se estuviera preparando para morir joven. Siempre estaba quejándose de que le había tocado ser no la primera hija, seguida de mi tía Julia, sino la segunda; que había asumido los problemas de su madre, con tanto hijo, que mi abuelo se perdía, que no sabían de él, que se iba cantando en el caballo don Emiliano al amanecer y no volvía en varios días; y que mi abuela cosía ajeno, tenía que criar a tantos hijos, pasaron muchas carencias y sentía que ella tuvo que llevar la carga de la familia y aparte con nosotros siguió en esa misma línea. Se veía siempre muy escéptica, una persona con una absoluta falta de fe en la vida, que la perdió no sé exactamente en qué punto del camino. No pocas veces he pensado que cuando nací yo mi madre ya había perdido mucho la ilusión, ya se había dado cuenta cabal de la situación de mi padre, que ella sobrellevaba de una manera que la hacía proyectarse muy mal y en cierta forma se la cobraba con nosotras, cuando menos conmigo. Así lo sentí. Eran muy raros los días que la veía contenta. En lugar de alentarte te desalentaba. Ya no creía mucho en nada. En fin.
Todavía era muy joven cuando murió mi papá. Si él le llevaba ocho años y murió a los cincuenta y uno, entonces mi madre era una mujer de cuarenta y tres, la edad que yo tengo ahora. Me sorprende un poco pensar que realmente era aún una mujer muy dueña de sus facultades, pero su actitud fue la que me hizo creer que era mucho mayor. Su postura era completamente de dejadez. Se abandonó por mucho tiempo, incluso físicamente. Estaba muy gorda y muy decaída. Se quejaba de todo. Siempre tenía yo el temor de que se estaba enfermando del hígado. Empezó a tener muchos problemas con la matriz, muchas hemorragias, en fin, era una mujer muy delicada.
Su mayor alegría era que nos viniéramos todos los veranos a Navojoa y a Huatabampo, donde vivía mi tía Julia, la mayor, con la que siempre se llevó muy bien. Cuando se dividieron las zonas escolares en estatal y federal, lamentó hasta la ira y el mal humor que la mandaran a trabajar a la colonia Libertad, en la punta de un cerro. Le preocupaba no haberse titulado. Por eso se inscribió en cuanto lo abrieron en el Centro de Capacitacion del Magisterio, que funcionaba los fines de semana en la antigua escuela Obregón. Fue de la primera generación de maestros que ingresó a estudiar la Normal. Se le dificultaba mucho el inglés, a pesar de vivir en la frontera y de sus ocasionales visitas a San Diego y Chula Vista. Nunca le entró y por tanto tenía que recurrir a alguna compañera para que la ayudara durante los exámenes porque la angustiaba muchísimo no poder aprender el inglés. Ese año coincidió con la fecha de mi boda en mil novecientos sesenta y tres: mi mamá recibía por primera vez en su vida un título que la reconocía como maestra normalista. Fue la única vez que la vi motivada, contenta, cuando estaba con sus compañeras, a las que quería mucho.
A veces llegaba una maestra de Tecate y se quedaba en la casa, Yolanda Peñaloza. La ceremonia de graduación se hizo cuando yo andaba en mi luna de miel. Tenía ella la gran fantasía de vestirse toda de blanco y se mandó hacer un vestido de ese color. Para mí era absolutamente extraordinario que, a pesar de su actitud anterior, hubiera tenido esa ilusión de lograr un título. A partir de entonces adquirió otra categoría en el magisterio y empezó a ganar más dinero.
En esos tiempos vivía sola en la casa. De pronto se le presentó la oportunidad de ir a Europa cuando yo acababa de tener a mi segundo hijo. El viaje lo hizo con un grupo muy numeroso de amigas de Tijuana y recorrieron en dos meses más de diez ciudades. Pelirroja, era una mujer muy sensible al sol. Se ponía como camarón. Muriéndose de la risa me platicaba lo que lloró de sentimiento cuando en Holanda acudieron a un lugar donde les rentaron trajes y zuecos de madera. Se veía exactamente como una holandesa y todo mundo estaba atacado de la risa con el atuendo de ella, chistosísima. Pero se sintió; le ofendió que se burlaran tanto de ella y lloró a mares. Fue una de las tantas cosas que le sucedieron. En París se extravió: sus compañeras se alarmaron porque duró como cuatro horas perdida hasta que tomó un taxi que manejaba un español refugiado (que la cortejó, me parece) y llegó al hotel. Fue algo de lo más bonito que le pudo haber sucedido: un regalo que le daba la vida. Había recuperado lo que nunca tuvo de niña ni de joven ni en la relación con mi padre. Lo triste es que antes de hacer ese viaje ya le habían declarado el melanoma maligno, un año antes. Yo la llevé con el médico del Mercy porque se le descubrió una mancha en la pelvis. Al día siguiente recibió una llamada telefónica en la que el doctor de San Diego le daba la mala noticia: necesitaba una intervención quirúrgica cuanto antes. No le ofrecía muchas posibilidades de salir bien porque en aquel entonces aún no habían encontrado lo que felizmente acaba de descubrir un médico muy famoso de Nueva York, el doctor Rosenberg, un tratamiento que ha tenido mucho éxito (fue el que atendió a Reagan con el problema de cáncer en la piel de la nariz). Mi madre se sometió a una operación muy terrible, inclusive la hicieron firmar un documento en el que autorizaba que su caso podía pasar a estudio y aparecer en los libros de medicina, cosa que a mí (yo era la intérprete) se me hizo muy difícil de aceptar. Sin embargo, pasó un tiempo bastante bien después de la operación tan tremenda que la tuvo como tres meses en el hospital. Siguió en estado estacionario algunos años más y en ese lapso fue cuando realizó su viaje maravilloso en el que conoció tantos países. Estuvo en varias ciudades de Italia y trajo muchas fotos, se la pasaba cantando, muy alegre, como una niña, una niña descubriendo el mundo.
Después, cuando ya tenía su título, consiguió una plaza en la escuela Alba Roja en el turno de la tarde. Y allí estuvo feliz durante los últimos años de su vida. De vez en cuando iba yo a visitarla y la encontraba muy contenta mientras hacía una ensalada de frutas con los alumnos. A cada niño le pedía que llevara un plátano, una manzana, un mango, y a la hora del recreo se la comían. Una vez me invitó y llegué y conviví con ella y sus muchachos (que eran como cuarenta). Poco después se vio sometida (en mil novecientos sesenta y siete, el año en que murió el Che Guevara) a otra serie de cirugías. El melanoma se le presentó con otro tipo de cáncer en el sistema linfático y más tarde entró en una agonía muy larga desde principios de mil novecientos sesenta y ocho hasta abril. Murió en el Seguro Social.
No tenía la costumbre de hablar mucho con ella. Era una persona muy metida en lo suyo. Muy concentrada en la mesa del comedor revisaba las pruebas de sus alumnos, muy preocupada por presentar las calificaciones de fin de exámenes, con mucho trabajo. No era frecuente que ella y yo nos sentáramos a platicar por largo tiempo. En general era una mujer que se seguía dejando llevar mucho por sus impulsos. Me gritaba continuamente. Me ordenaba algo. Era de muy fuerte carácter. Los años que pasó sola antes de morir fueron muy duros. Yo fui muy desapegada de ella. Rompí totalmente. No sentía el deseo de ir a consolarla. Muy de vez en cuando llegué a visitarla y aunque puso teléfono tampoco le hablaba mucho. Cuando pasaba a verla me daba cuenta de que la soledad la hacía que se pasara a la casa de la vecina, con María López y La Chiquita. Veía la tele con ellas hasta que oscurecía y luego regresaba a la casa. Ha de haber sido muy duro porque no sé si ya en ese entonces se había ido del barrio Angelina, una de sus grandes amigas. Estaba muy sola, pues, y luego se vio más grave. Un año antes de morir se la llevó Azucena a vivir con ella. Tampoco la visitaba yo. Me faltó madurez para comprender muchas de sus actitudes; no hubo tiempo para llegar a una reconciliación. Tampoco voy mucho a su tumba. Tampoco hablo mucho de ella. Poco la recuerdo. Sus fotos las rompí. Me quedó la sensación de que nunca llené sus expectativas, que siempre fui una niña tratando de agradarle, limpiando la casa, haciendo de comer. Sólo quería que me quisiera.







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