Monday, April 10, 2006

No les interesaba acumular


8
—Cuando empezó a trabajar en el telégrafo él andaba en las líneas, en el monte ¿no? ¿Por qué se ponía aquel casco sarakoff y aquellas polainas de cuero?
—Era jefe de inspectores, desde muy joven. Por eso se vino a Navojoa, cuando se creó la red nacional de telégrafos.
—Y no intentó otro modo de ganarse la vida.
—Eso tiene que ver con el desapego a la riqueza que tenían él y sus hermanos. No les interesaba acumular ni tener propiedades. La primera radiodifusora que se iba a instalar en Tijuana se la ofrecieron a él y no la quiso; era la primera concesión. Teniendo las mismas oportunidades que el señor Enciso y el señor Carrasco, no se interesó. Sucedió igual cuando le reservaron un terreno para empleados federales en la colonia Altamira. Le asignaron un lote y dijo no, muchas gracias, ya tengo uno, mejor dénselo a alguien que lo necesite más.
—¿Y mi tío Jorge?
—Había en él una cierta falta de desarrollo mental, pero no en altos grados. A veces actuaba como cualquiera.
—¿Rasgos infantiles?
—Algo así. Sólo que a mi tío Jorge, como en ese tiempo no había terapias, se le trató como a una gente normal.
—¿Anormal?
—Normal. Dicen que es el mejor tratamiento para las personas de ese tipo.
—Nunca se casó.
—Y nunca anduvo de novio. Fue infantil y muy miedoso. Le daban ataques de pánico.
—Caminaba como Henry Fonda.
—Y tenía temporadas en que se volvía más adulto, cuando trabajaba.
—¿Por qué se sentaba con los pies sobre la silla, en cuclillas?
—Porque le gustaba.
—¿Y Alejandro?
—Tengo muy presentes a mi abuela y a mi tío Jorge, dialogando. Ella con su trenza preciosa y plateada, que se enredaba alrededor de la cabeza, recitando, cantando con la guitarra, contando cuentos. Y él con su sombrero de vaquero y las botas sobre la mesa. Eran muy platicadores. Sentían un gran placer en la conversación. Si por ejemplo querían decir “¿está lloviendo?” no se expresaban así. Tenían que decir: “Mira, Jorge, las gotas del rocío.” O bien, “Sí, así era, como el mirlo blanco.”
—Usaban el sombrero a la cowboy.
—Es que eran sonorenses.
—De la zona ganadera, de Cucurpe, de Magdalena.
—Sí.
—¿Trabajaron como vaqueros o no?
—No, más bien en cosas técnicas, en la herrería, la electricidad, la plomería, en los talleres de las minas de Cananea, en Ronquillo. Por eso pudieron emplearse en la presa Rodríguez.
—¿Tú sabes en qué año se fueron a Tijuana?
—Cuando los contrataron para trabajar en la presa.
—En mil novecientos treinta y seis, treinta y siete…
—Tal vez. Por ahi…
—¿Y Alejandro?
—Era muy distinguido, tenía mucha clase. Siempre lo admiré mucho.
—Con gran dignidad, así, muy personal.
—Sí, mucha categoría. Muy fino.
—Bien parecido, ¿no?
—Guapo, bien educado, responsable. Ordenado en su vida.
—Muy respetuoso.
—Hablaba poco, pero muy concreto.
—Al morir, Alfonso tenía una actitud muy estoica ¿no?
—Sí.
—Muy sereno. Parecía hasta contento de que se iba a morir. A Lotario ¿tú lo conociste?
—No.
—¿Murió en Tijuana?
—Sí, pero antes de que llegara mi papá. De una pulmonía.
—¿No de tuberculosis? Y luego, en 1957, cuando yo me fui a Hermosillo, la situación en la casa era infernal.
—Sí, es que mi papá… Nosotros fuimos viviendo todo el proceso.
—De degradación.
—Y todo lo que trae consigo. Sólo que no teníamos los conceptos claros acerca de su enfermedad y eso nos causaba mayor confusión todavía.
—¿Y cómo vívías tú aquellas madrugadas en que mi papá nos despertaba y nos impedía dormir y se ponía a recitar poemas y a servirnos café negro en taza blanca?
—Muy mal. Me iba a la escuela en muy malas condiciones. Toda la mañana me sentía fatal. Me angustiaba tener sólo catorce años y no poder trabajar. Se me hacía muy larga la espera, quería crecer, que pasara pronto la niñez.
—¿Y la violencia en la noche?
—Tenía la certeza de que todo eso era pasajero porque yo iba a crecer y las cosas cambiarían. Siempre he tenido esa seguridad cuando paso por un problema grave. Y ha sucedido así. Nada es eterno y las situaciones no duran toda la vida.
—¿Las violentas?
—Me dolieron; me afectaron muchísimo.
—Cuando la golpeaba.
—Siempre asimilé qué era lo que pasaba. Por una parte la frustración de mi mamá, por otra, la irresponsabilidad, el alcohol.
—Yo siempre creí que aquel golpe había sido con un cortinero de la ventana.
—Fue con un fierro pero no me acuerdo qué era.
—¿No fue con un cuchillo?
—Creo que sí, la correteó por el patio con un cuchillo, en la madrugada.
—Pero no la hirió.
—No. La alcanzó a lastimar.
—¿Y cuando tuvo él aquel accidente, dos años antes de morir, te asustaste muchísimo?
—En esa ocasión estábamos Olga Cota y yo afuera de la casa. Olga tenía un cadillac último modelo, azul claro, y me fue a dejar a mí, un domingo. Apareció mi mamá y me dijo que mi papá tenía, era lo usual, tres días desaparecido. Pero, como era su costumbre, pensé que estaba en la Ocho. Yo ya me había hecho a la idea de que lo tenían que andar sacando.
—¿En la Ocho estaba la cárcel?
—La comandancia. En esos tiempos, sí. Era muy natural que no fuera dormir a la casa. Yo estaba allí con Olga y mi mamá me habló para decirme que él estaba en el Hospital Civil, que había tenido un accidente. Corrimos a ver a la Marilyn Sweed y ella y Olga fueron las que me acompañaron al hospital. Mi papá ya estaba muy rehabilitado. Le habían puesto unas pintas de sangre americana porque lo confundieron con un líder sindical que traía problemas con el gobierno y se le parecía muchísimo.
—¿Eso fue lo que pasó?
—Pero eso siempre tú lo has sabido.
—Primera noticia.
—Le decían El Colorado. Así como le habían salvado la vida equivocadamente creyendo que era esa persona importante, así también lo habían agredido. Porque sí lo hirieron con bastante intención.
—Lo confundieron.
—¿No lo sabías? Cuando llegamos al hospital le tenían puesto otro nombre. Y gracias a eso no lo dejaron morir. Le aplicaron bastante suero de emergencia creyendo que era otra persona.
—¿Y quién era él?
—No sé. Yo misma los confundía de lo parecido que eran. Parece que era de la CROC.
—¿Y le decían El Colorado?
—Algo así.
—Eso fue en mil novecientos cincuenta y ocho. Yo me enteré por un periódico de Hermosillo. ¿Por qué no me avisó mi mamá?
—Para que no te preocuparas.
—Ni siquiera pensó en mí. Yo creí que ya estaba muerto, porque el periódico que leí un sábado era del miércoles anterior. ¿Estuviste muy cerca de ella en sus últimos días?
—Conversábamos muchísimo. Cómo no íbamos a platicar si vivía en mi casa, y hablábamos, como estamos ahorita tú y yo. Para ti fue muy cómodo: te fuiste justo en el momento en que aquello era un infierno. Pero a nosotras nos tocó todo el drama; nos pusimos a trabajar y ya no estudiamos. Qué bueno que te fuiste. Cualquier lugar fuera de la casa podía ser la felicidad.
—No lo calculé. Además, también me daba miedo andar en las calles y no me podía hacer de amigos para defenderme de los pachucos. Alguien me dijo que la prepa de Hermosillo era muy buena y me fui, con todo el apoyo de mi mamá que me llevó a tomar el tren en Mexicali. Me estaba ayudando a escapar.
—Hicimos un trato. Hablábamos mucho de la muerte, a medida en que se iba haciendo a la idea. Y la mencionábamos con mucha naturalidad, como mi tío Alfonso. Hicimos un pacto: que ella me iba a venir a decir algo desde el más allá. Y durante los primeros años después de su muerte, cuando sentía su presencia, se apoderaba de mí un gran temor y la rechazaba. La verdad es que nunca la he dejado llegar a que me lo diga. Tal vez lo haga algún día en que yo esté mejor dispuesta para recibir el mensaje.
—¿Tú crees en eso?
—Creo en muchas cosas porque desde muy chamaca he tenido experiencias. Yo tuve una muy buena relación con mi mamá, de amigas, no de madre a hija. Y cuando yo planeaba hacer algo, o tenía algún proyecto, lo comentaba con ella. Así, cuando yo me fui a Mexicali a trabajar no sabía si estaba haciendo bien o mal con ese cambio y una vez que me puse a meditar me quedé dormida y la soñé. No sólo no la había soñado nunca: tampoco la llegué a ver en vida así de contenta, riéndose, tan alegre. Vi entonces que estaba muy tranquila, con una sonrisa muy bonita, como en el retrato de cuando era joven frente al pizarrón y con el gis en la mano dibujando la A; se veía muy guapa, con el pelo esponjado y los labios rojos, y me decía que me iba a ir muy bien.

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