Monday, April 10, 2006

Azucena


6
Me contaba Azucena que al año de nacer se dio cuenta de que allí estaba ella: mi madre. ¿Cómo podía mi hermana tener memoria tan temprana si no estuvo aquí más de un año?
—No sé si por los comentarios que oía o porque fui la primera hija y fue muy festejado mi nacimiento —me contestó—. El caso es que yo siempre supe cuál era la casa en la que había nacido: en la calle Guerrero. Por allí pasaba cuando tenía tres años y me iba de paseo. La primera imagen que se me viene a la cabeza es muy negativa porque yo rechacé el pecho. Me daba asco. No sé qué tan grande era yo, ocho meses, diez, pero me acuerdo muy bien. Luego naciste tú y cuatro años después, Olivia. De ahí en adelante no llevo los años porque eran idas y venidas de Tijuana a Navojoa.
—En el verano.
—No, también en el invierno. Una vez mis papás se pelearon y ella nos trajo a Navojoa. Ya teníamos aquí varios meses y de pronto se apareció mi papá, con serenata, cantando una canción… Que vuelva, que vuelva tan sólo una vez, pero que vuelva. Mi mamá estaba dispuesta a dejarlo.
—¿Tú qué edad tenías?
—Eso es lo que no tengo muy claro.
—¿Fue antes de primero de primaria?
—Claro. Se me revuelven todos esos años.
—Muy desde el principio anduvieron mal.
—Mi mamá estaba entonces muy inconforme. Planeaba los viajes a Navojoa para escapar de la casa y buscar algún apoyo. Se sentía aquí rodeada de afecto.
—¿Pero sólo en las vacaciones del verano?
—No.
—¿Julio y agosto?
—No. Cuando éramos niños los viajes eran más frecuentes. Era un ir venir de Navojoa a Tijuana y de allá para acá.
—¿De pronto ella se podía venir en enero?
—Nos veníamos por la Rumorosa. Me acuerdo perfectamente, como si fuera ayer. Los precipicios de la Rumorosa. En camión.
—Un camión amarillo, y a veces en tren.
—Veíamos varios accidentes en la Rumorosa: carros que se habían ido hasta el fondo del barranco. A veces también sí, en el trenecito, el San Diego-Arizona. Preparábamos la comida que nos iba dando ella durante el camino y entrábamos en el túnel de la presa muy emocionados. En ocasiones regresábamos por Nogales, de madrugada. Me daba mucho frío en las piernas.
—¿Por el desierto?
—Sí, por Nogales Arizona y Yuma, esperando el Greyhound en la terminal.
—¿De Nogales a San Diego? Yo no me acuerdo de eso.
—Una vez nos nevó. Estábamos muy chiquitos. Se cerró el tránsito de Nogales a Tijuana y ni siquiera por el Sásabe se podía cruzar. Entonces mi papá, como siempre, acudía a las oficinas del telégrafo para que nos dieran posada. Se sentía como un hermano de las sucursales del telégrafo. Llegamos en Nogales a la casa de unos compañeros suyos y allí dormimos; hacía mucho frío, la casa quedaba a lo alto de unos cerros, en las orillas de Nogales. Unas lomas parecidas a las de Tijuana. Tenían un perico. Un loro grandote. Yo tendría como tres años y tú como uno. Olivia no había nacido aún. Sólo íbamos tú y yo. Nos llevaban con unos abriguitos muy bonitos que mi mamá nos compró allá en Tijuana, enfrente de la iglesia de Guadalupe. En esa casa de Nogales nos dieron albergue y allí dormimos porque, como te decía, se cerró el tránsito, por la nieve. Tenían un loro que hablaba precioso, muy bonito el animal, y como hacía un frío tremendo se alborotó toda la noche y hablaba y hablaba y no nos dejaba dormir. De ahí me nació un gran amor por los pericos. Se me hizo muy simpático, muy platicador. Por eso cada vez que yo venía a Sonora me quería llevar uno. Lo andaba siempre procurando en el mercado. Una vez me quitaron uno en el tren, en Benjamín Hill. Los agentes de Salubridad no dejaban pasar animales. Era una historia llevar al perico. Pero una vez sí logré esconder uno: me lo puse en una cajita de zapatos. Ya tenía yo unos ocho años o diez cuando me llevé al Turi, el mismo que más tarde mi papá dejó volar. Yo le corté las alas, pero luego que le salieron se enfureció porque lo tenía preso y lo soltó.
—¿Ya en Tijuana?
—Sí. Tuve mucho tiempo al perico. Entonces de todas esas idas y venidas a Navojoa tengo muy perdidas las fechas.
—Son los años cuarenta y cuatro, cuarenta y ocho.
—Me acuerdo claramente de cuando murió el hermanito de mi mamá, Fausto.
—¿En qué año?
—No sé qué año sería, pero esa vez mi mamá Panchita estaba cosiendo a máquina unos mosquiteros de gasa y el niño duró muchos días enfermo. Nosotros estuvimos varias semanas aquí, a eso vinimos. Como que la estaban cuidando de no decirle. Mi mamá me llevó entonces a que me cuidaran en casa de una familia de apellido Almada, a dos cuadras de aquí. Por en medio de la casa pasaba un arroyo, pero como yo no sabía lo que era la muerte ni lo que había sucedido me entretenía haciendo barquitos en el riíto que atravesaba por el traspatio de esa familia. Era una huerta de naranjos y limoneros. También me quedé allí con esas personas cuando fueron a enterrar al muchachito. Metí las manos en el agua y veía flotar las hojas de los árboles y las flores de los naranjos muy olorosas, blancas. Se me hizo muy largo el día. Fue el mismo año que me dio la tifoidea, que me vi muy grave.
—¿Aquí?
—Me habían hecho un vestido muy bonito porque todas las veces que venía a Navojoa mis tías me hacían sentir como una reina. Me regalaban las mejores telas, las que vendían en la tienda de mi tía Julia. Me recibían con muchos vestidos, largos, muy elegantes, y a mí se me hacían bellísimos porque veníamos de allá de una situación casi de marginados en donde casi no conocíamos el dinero ni las tiendas. Tenía yo tres años. Fue la misma fiebre que le dio a ese niño y me vi muy mal. Quedé delgadita. El vestido me quedaba muy ancho. Era largo y parecía una bata. Todas las tardes me lo ponían para ver si ya me ajustaba, cuando me estaba aliviando, y pudiera ir a ofrecer flores a la iglesia. Y de ahí le agarró a mi mamá por andarme cuidando mucho, que la niña, que esto, que lo otro, cuidado… porque no se podía hacer nada contra aquella enfermedad y con tanto calor.
—¿Qué edad tenías?
—Tres años, te digo. De ahí le agarró por andarme cuidando mucho, que tomara ponche, que tomara té, porque quedé muy pálida, muy transparente. Desde entonces he sido muy vaga, me les perdía muchas veces. Siempre me ha gustado caminar e ir a lo desconocido. Si no conozco una calle me gusta ir a conocerla. Una vez me les extravié y cuando me encontraron les dije que no tenían por qué asustarse porque yo me había ido siguiendo con la vista la cúpula de la catedral. Cuando ya estábamos más grandecitas nos llevaban a Olivia y a mí a todas las casas a bailar, como si fuéramos niñas de circo. Nos cargaban allí exhibiendo por todo el vecindario. Nos ponían a bailar con las castañuelas la jota aragonesa y a hacer teatrito. A mí me gustaba mucho ir al mercado. Me fascinaba. Todavía me encanta: el olor a chiltepín, a orégano, a canela y ajo, los tamarindos con chile. Todas mis comidas las hago muy condimentadas.
—¿Qué había allí?
—Aceitunas, sandías, machetes, sombreros de palma, piloncillo, panelas, café tostado. Siempre he dicho que no huelen igual los puestos de otras partes. De Huatabampo guardo muy buenos recuerdos porque allí fue donde yo empecé a conocer muchachos, a bailar, a tener grupos de amigas, como no las tenía allá en el barrio.
—¿Recuerdas la casa de Huatabampo?
—Era muy rústica. Sólo con lo más elemental.
—¿A qué olía?
—A mercancía, a mezclilla y a billetes. El olor del dinero usado, los costales de dinero, las pacas de billetes de cincuenta pesos, azules, los de diez pesos, con una tehuana divina en su resplandor.
—¿Te trataba bien mi nina Julia?
—Me quería mucho.
—¿Recuerdas el traslado de Navojoa a Tijuana?
—Muy bien. Nos fuimos por Nogales.
—¿Yo no había nacido?
—No.
—¿En autobús?
—No. Nos fuimos en el tren. Tomamos en Nogales el San Diego-Arizona. Fue el primero que conocí: un tren americano muy bueno, muy diferente al de acá, al del Pacífico. Unos carros grises grandotes, con mucha fuerza, de Nogales a San Diego, pasando por Yuma y la Rumorosa del lado mexicano. En Tijuana aprendí a caminar. Me llevaban de la mano por la calle Segunda. A mediodía. Siempre estaba nublado. Debo de haber tenido un año, un año y medio, cuando mucho.
—¿Te acuerdas cuando yo nací?
—Perfectamente.
—En la calle Primera, en el sanatorio de Conchita Dávila.
—No vivíamos en la calle Primera. Allí vivíamos antes, más o menos de la H a la I, para allá, hacia el cementerio de la Puerta Blanca, a unos metros de la línea. Al lado derecho, en unos apartamentos de ladrillos rojos. Un día llega mi mamá y me dice que vas a nacer tú. Te estaba esperando, que ibas a ser Sebastián, que ibas a ser hombre. Yo fui con mi nanita a conocerte. No te has de acordar. Estabas muy gordo y de muy mal humor.
—¿Y el cambio a la calle Río Bravo, la casita ésa que construyeron?
—A mi papá le dieron un dominio de terreno porque era empleado federal. Querían que todos tuvieran casa propia. Así se fue formando Tijuana. Una infraestructura bien planeada nunca la ha tenido. Siempre ha sido muy caótica. Después de que se establecen los colonos se va haciendo el trazo. En aquel tiempo el camión se regresaba por el cabaret que estaba allí…
—¿El Río Rita?
—Hasta el Río Rita. A veces mi mamá, algún amigo o compañero de trabajo de mi papás nos acercaba en su carro a ver el lote, porque el camión no llegaba hasta allá. Mi papá decía que iban a hacer casa y mi mamá se sentía muy impaciente porque vivía cerca de su suegra y no la soportaba.
—¿Quién la empezó a construir?
—Mi tío Jorge y mi papá, por iniciativa de mi mamá. Iban los domingos a levantar la casita, con sus cachuchas de carpintero y sus serruchos, sus martillos. Ellos pararon los primeros palos y armaron lo que fue la primera vivienda, con tela de alambre y puertas de segunda que traían de San Diego, de los camouflages. No tenía servicios sanitarios. ¿Tú te acuerdas de eso? Utilizábamos los de la escuela de enfrente.
—No había drenaje. Luego hicieron un excusado atrás, de madera, sobre un pozo, en el que se cayó aquel gato.
—Sí.









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