Monday, April 10, 2006

Tesia


5
Siempre que puedo y me encuentro en la región por motivos de trabajo me abandono sin pensarlo mucho al deseo de pasar por lo menos una noche en Navojoa. Me gusta volver sobre sus calles, entrar en el mercado y reconocer los olores del cuero y el café recién tostado. Una sensación de pertenencia me viene de mis pasos. Me sé más completo aquí que en cualquiera otra parte del mundo. No me cabe la menor duda de que me llamo como me llamo. Nada queda en entredicho ni son pocas las ausencias que pueblan mis noches durante mis breves visitas, pero algo muy fuerte me impele a dejarme llevar por las mismas aceras que recorría mi padre, a la media noche y a la salida del cine, cuando se oían las chicharras. En el pasado incluso la avenida que corta el pueblo en diagonal carecía de pavimento. Un camión pipa en las tardes del verano rociaba las calles alrededor de la plaza y aplacaba el polvo despidiendo el olor de la tierra mojada.
Por eso no era la primera vez, la semana santa del año pasado, que coincidiéramos allí mis hermanas y yo, ellas con sus niños y yo solo. Llegué después de andar por el valle del Mayo haciendo un reportaje sobre las tomas de tierras y una matanza de campesinos que había tenido lugar en Tesia durante los preparativos de la semana mayor. Fueron días de espera, con muchos tiempos muertos y dificultades para entrevistar a la gente; policías, soldados, funcionarios judiciales, periodistas, médicos forenses. Estuve a punto de vomitar, me alejé, salí mudo, incapaz de decir algo, encaramado en una camioneta y custodiado por unos agentes de armas largas. A mi compañero fotógrafo no le permitieron hacer su trabajo y yo lo más que pude rescatar para mi revista fueron unas cuantas notas garabateadas en mi libreta negra y unas grabaciones no muy claras. Es decir, nada. Ningún testimonio. Ninguna imagen. Un reportaje frustrado. Lo único que me reconfortaba era el plan de pasar unos días con mis hermanas y mi tía en aquella casa solariega y acogedora.
El pick up de los policías me dejó en la calle Jesús Salido en cuanto dejó de llover. La tierra humedecida era la misma de la madrugada aquella en que, muchos años atrás, no me atreví a tocar la puerta y me quedé dormido en el zaguán para no despertar a la abuela. Jalé el cordel de una enmohecida campana y un portón de madera apolillada se abrió: apareció Azucena, sonriente, y me abrazó. El fuerte olor de café molido me atrajo hacia la cocina. Entré y vi que sobre la estufa humeaba una cafetera de peltre azul. Olivia levantaba un colador de franela y acercándome una taza me sirvió.
—Te estábamos esperando —me dijo, y me besó. De tan negro el café dejaba pintada la taza.
El viejo sillón de terciopelo guinda en la sala, el comedor de caoba, las mecedoras en los pasillos, los ventiladores eléctricos llenos de polvo, la recámara en el tocador de luna que había comprado mi madre, los roperos con la llave colgando del cerrojo, constituían el escenario intacto de los abuelos. En uno de aquellos aposentos doña Panchita se esmeraba en la confección de dulces cristalizados, le quitaba la pulpa a las cáscaras después de tenerlas en ceniza durante varios días, y las lavaba y cocía con azúcar para ponerlas en conserva.
Arrumbados en el cuarto de lavar, en el traspatio, los catres de lona ocupaban el lugar donde la abuela cosía con su máquina de pedal unos mosquiteros de gasa. Las jaulas de pájaros vacías y las macetas de barro cubiertas de musgo permanecían abandonadas en un rincón. Un delicado aroma de azahares antecedió a mi súbito reconocimiento del recinto. Al trasponer el corredor, me pareció que las mecedoras se balanceaban a la par y que el abanico eléctrico volvía a sus revoluciones cuando me forzaba por olfatear, sin ningún éxito, un brasero con ramas de pirul, romero, azufre, y unas gotas de aceite de cirios pascuales que la abuela solía encender.
Solo en el comedor y sobre la mesa de caoba, con el abanico eléctrico a mi lado, me puse a escuchar la grabación de un señor de Tesia, Cecilio, mientras mis hermanas acomodaban los catres de lona en el traspatio. En nada se relacionaba con las espantosas cosas que habíamos vivido, pero me gustaba la manera de hablar que tenía el anciano y sentir cómo la tinta corría sobre el papel. Bajé el volumen de la grabadora lo más que pude porque no quería perturbar a nadie, aunque no era seguro que mis hermanas ya estuvieran durmiendo. Era una de mis manías: no hacer ruido y transcribir todo lo que me decían, con puntos y comas, reiteraciones, cualquier sonido gutural, antes de ponerme a redactar. Resultaba más laborioso, pero sentía la necesidad de hacer pasar por el papel todas las palabras, sin desperdiciar una sola, como si en alguna frase inconclusa o en una idea apenas esbozada pudiera entrever algún pensamiento incipiente. Esos detalles me daban la atmósfera y al personaje.
La voz de Cecilio era casi un murmullo y yo la tomaba al dictado, traduciéndola en las palabras que de forma indeleble iban habitando las páginas de mi libreta negra:

Mi papá se llamaba Ignacio Robles y mi mamá Ricarda Escalante Yoquihua. Él nació en Santa María Buájare y mi mamá en Pótam. Anduvo en la Revolución, por Cucurpe, Cananea y Parral Chihuahua, y cuando llegó de destacamento a Vícam encontró a mi mamá. Allí la halló y allí se conocieron. Se casó con ella. Tuvieron hijos. Dos se murieron y tres vivimos: Pablo Gocobachi, Santos Gocobachi, y yo. Teodoro se murió chiquito y la Fidelia también se murió. Aquí se casaron en Navojoa. Me vine con ellos cuando tenía siete años. Nos vinimos. Traían como ciento no sé cuántas chivas, mulas, caballos. Veníamos con las tías y mi tío, y también con la máquina Singer que la traía en burro. En ocho días llegamos a Bayájori. Allí se casó mi nanita con un viejo de por allá de San Bernardo. Ese viejo también mató a uno. Por eso se vino a caer por aquí. Mi tatita Luciano Soto ya murió. Así que aquí estamos. Mi papá, mi mamá ya se fueron.
Nos vinimos de Vícam porque los yaquis les quitaban la ropa y mis papás ya no quisieron saber y se vinieron para acá. Ellos no distinguían compañeros y mi papá, como no era de allá, se vino: No vaya a ser que nos dejen bichis, decía.
Nací en mil novecientos veintinueve, el primero de febrero. Cuando llegamos a Rancho Camargo no había más que cuatro casitas, de los viejos de aquí. Vivió aquí un viejo que se llamaba Lorenzo Camargo que tenía muchos corrales. Cuando llegamos estaban todos los palos por los suelos. Había unos mezquites chingones: estaba todo enmontonado. También vinieron mis tíos. Eran tres hermanos. Mi tío Margarito Gocobachi, mi tío Juan Gocobachi y mi papá Ignacio Gocobachi.
Mi tatita Luciano mató a su patrón por allá en Macoyahui. Era un patrón muy corajudo, quién sabe cómo. Donde sembraba no le pagaba y quería que trabajara y le pegaba todavía a él. Mi tatita le pegó un chingazo con la taspana y lo chingó. Así murió. Se vino con dos mujeres mi tatita. Trajeron caballos burros por la sierra, derecho para acá; pararon en Bayájori. Allí lo vio mi nanita y como era nueva y había quedado viuda invitó a mi tatita para acá. Se vinieron junto con las dos mujeres que eran sus hijas y un hombrecito. También era viudo. Aquí se murieron.
Mi tío Margarito aprendió a cantar El Venado allá en Paskolabampo y me lo enseñó. Por allá lo pasearon los jefes de allí. Allá le enseñaron y a los ocho pueblos les comenzó a cantar. Cantó en la Baja California, en Santa Rosalía, por allá los pasearon los paskolas y esos que tocan los sones, violinistas, arpas. Fueron a Nogales y allá estuvieron veinticuatro días y ya llegaron, con muchos dólares. Para el sur no fueron.

En unas cuantas frases, que me llegaban como ráfagas, Cecilio condensaba la historia de sus afectos sin esmerarse en explicar nada ni en encontrar algún significado. Sin juzgar a nadie. Se atenía a los hechos, se limitaba a unos cuantos nombres y sólo cuando hablaba le brillaban los ojos. Al incurrir en ciertas pausas o en dilatados silencios se desvanecía ese brillo de la retina que resucitaba al tararear en voz baja la danza del Venado, menéandose e irguiendo el cuello como si le brotaran cuernos y se le agudizara la mirada. El hilo de su discurso lo fui perdiendo cuando, sin transición alguna, describía lugares vistos desde lo alto, como si volara montado en un pajarraco, con los brazos en Cristo. Vi entonces el espectro todo de su vida, lo imaginé de niño, al lado de sus padres, huyendo en una carreta de caballos que lo depositó allí, en las afueras de Tesia.
Estábamos a punto de dormirnos en los mismos catres de lona y bajo los limoneros como tuvieron que hacerlo siempre mi madre y mis tías durante las noches más calurosas de agosto. Mientras Olivia parecía dormir en la penumbra del patio, Azucena me hablaba en voz baja sentada en su catre y sobre las sábanas. La dejé hablar, interrumpiéndola lo menos posible y ausentándome a veces sin querer, como suele sucederme, atraído por otros pensamientos y el suave palpitar de la noche apacible, entre las flores de azahar. En cuanto iba entrando en materia yo escuchaba la voz de mi madre a lo largo de los dieciocho meses que pasé a su lado mientras agonizaba, no porque su timbre se pareciera al de Azucena sino porque la oscuridad me consentía distraerme y pensar por otro lado que hay voces internas que uno va guardando: las voces que le enseñaron a uno a hablar, a aprender una cierta lengua, a nombrar las cosas, y se quedan grabadas para siempre dándonos una primera idea del mundo, una composición de lugar.
Los silencios que se intercalaban en nuestra plática los asumía yo de manera natural y podría decir que hasta me gustaban. Incluso en otras conversaciones volvía a tener la tendencia a divagar y a perder el hilo de lo que me contaban. Me sentía cómodo, pues, en medio de esas pausas largas que se tendían entre Azucena y yo. Si nunca hablábamos acerca de nuestros padres era porque habíamos vivido juntos las mismas cosas al mismo tiempo y porque podría parecer que estábamos juzgándolos y no honrándolos, como dice el mandamiento de la ley de Dios. Fuimos testigos de situaciones iguales y por tanto debíamos tener, suponía yo, idénticos recuerdos. Sin embargo, a medida que iba transcurriendo la noche, en el sosiego del traspatio, emergía cada vez con más peso la sospecha de que cada quien había vivido una historia diferente.


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