Monday, April 10, 2006

Presbicia de la memoria

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Dicen que uno suele recordar las cosas más remotas con más claridad a medida en que pasa de los cincuenta años, o más tarde, como si experimentara, según decía Sciascia, una suerte de presbicia de la memoria: ve mejor los acontecimientos más lejanos y no muy bien los más recientes. A veces no acertamos a respondernos qué hicimos el martes de la semana pasada y, extrañamente, los vacíos del pasado que ya se habían establecido como inexpugnables empiezan a habitarse por imágenes plásticas, algún rostro, un olor o un malestar, en especial aquellos momentos de zozobra, miedo o alegría, cualquier incidente asimilado dentro del marco de una emoción, por ínfima que haya sido. En desorden, de aquellos años apenas subsisten actitudes y miradas, silencios tensos, noches de espera, un ir y venir de viajes siempre asociados con el calor infernal de La Rumorosa, Mexicali, el desierto de Sonora.
Y es que pasábamos las vacaciones del verano en Navojoa y esto de hecho significaba una escisión de mis padres, de la pareja que formaban o al menos la ausencia de uno de ellos, el que se quedaba en casa. No podíamos saber entonces, por supuesto, que algo se derrumbaba entre los dos y que las salidas más que en atención al calendario escolar se daban como una fuga promovida por mi madre.
Lo primero que hacíamos al día siguiente de llegar era correr a la salida del pueblo, junto al estadio de beisbol, y tomar uno de los camiones que hacían el trayecto a Huatabampo. Ya no se utilizaba la espuela del ferrocarril que se mandó construir el general Obregón a lo largo del valle, pero aún se veían los vagones garbanceros y una que otra locomotora arrumbada. Sentíamos el aire fresco que entraba por las ventanillas del autobús mientras a los lados corrían los sembradíos de algodón y de cártamo. En Huatabampo mi tía Julia nos compraba leches malteadas y nos daba dinero. Tenía una tienda, El Remate, de géneros baratos para los campesinos mayos que desde las siete de la mañana, en épocas de cosecha, se aglomeraban a sus puertas… a veces enmascarados, con fauces de coyotes o cuernos de venado, al promediar la semana santa. Su esposo, Isaac, había llegado de Alejandría muchos años atrás y al principio (en terrenos tan áridos e inhóspitos como los de su tierra natal) recorría en una bicicleta los pueblos de los alrededores vendiéndoles trapos y cinturones a los mayos, hasta que montó su tienda. Poco sabíamos de él en aquel entonces, salvo que tenía familiares en Israel y que una vez le cayó encima un rayo del que milagrosamente salió ileso porque estaba sentado en un mostrador de madera. Desde la mesa de telas y paños sobre la que con un metro de aluminio iba midiendo los trozos de popelina y manta que le pedían, gritaba en cahíta “¡Cabégere, cabégere, marchante!”, llamando a las mujeres, echando en un cajón los billetes sudados y las monedas. Llegó a acumular una cierta fortuna a lo largo de los años y a comprar acciones en una línea aérea.
La trastienda, retacada de mercancía, olía a mezclilla y a camisas nuevas. Al caer la tarde, después de bañarnos, nos metíamos en un cine al aire libre y veíamos películas de Audie Murphy y de Randolph Scott, de guerra o de vaqueros. Río rojo, con Montgomery Clift y John Wayne, la vi cinco veces. En los veranos subsiguientes, con una poca de más edad y una renovada capacidad de ilusión, fui descubriendo los alrededores: el puerto abandonado de Yavaros, la hacienda de Etchoropo donde se pesaba el algodón y se empacaba, las rudimentarias pistas de terracería de las avionetas fumigadoras. No tenía más de diez años cuando vi todo el pueblo y el mar, las playas de Huatabampito, los campos sembrados de Bacobampo, desde el cielo: por primera vez sabía lo que era volar, sentado sobre un cajón de manzanas en el compartimiento vacío que normalmente se utilizaba para el fumigante en polvo. Leobardo Mendívil piloteaba la avioneta amarilla de dos alas, traída de Arizona, y desde la carlinga sacaba la mano y ladeaba hacia arriba y abajo los alerones para saludar a mis hermanas en la nevería de la plaza.
No nos dábamos muy bien cuenta del transcurso del tiempo. Dos meses muy bien podían haber sido un par de semanas. Súbitamente, el día menos previsto, debíamos volver a Tijuana. Las vacaciones habían terminado. Desde el tren y el puente sobre el río Mayo, alejándonos hacia el norte, alcanzábamos a distinguir la cúpula de la catedral de Navojoa y la escuela Talamantes, donde mi madre recibió sus primeras clases. Había nacido en Las Chinacas, una ranchería del municipio de Chínipas en la cordillera de Chihuahua. Apenas tenía tres meses de nacida cuando bajó de la sierra en brazos de doña Francisca, mi abuela. El descenso hacia el valle del Mayo en aquel tiempo era natural y lógico, sobre todo si el hambre obligaba a emigrar; era preferible buscar otro destino en las zonas agrícolas de Sonora recién abiertas a los nuevos sistemas de riego que aventurarse hacia el interior montañoso de Chihuahua. Mi abuelo, don Emiliano, llegó a cultivar nueve hectáreas que le tocaron de un reparto agrario.
Navojoa estaba en otro lugar, en Pueblo Viejo, rumbo a Tesia, junto a la estación del tren, pero luego con las inundaciones la trasladaron a la parte alta del río Mayo y renació con calles anchas y un nuevo trazo.
Creció allí, estudió allí, se hizo maestra en Tesia, y amaneció un día muy guapa para casarse con el telegrafista de Magdalena. La veo frente a un pizarrón de la escuela de Tesia mientras escribe con un gis la A, la primera letra, la A que es el principio de todo, la primera clase que se da en la primaria, la primera que aprende uno el primer día de clases de su vida. Y la oigo: es una voz, allá en el fondo. Arriba o abajo. Todo, absolutamente todo lo que dice me parece irrebatible. Me deja paralizado, atónito. Y la oigo dichoso mientras siento el aire fresco del amanecer bajo los limoneros, sobre las sábanas sudadas, en el traspatio de la casa de mi abuela. Pero de pronto esa voz se pierde en un mar de otras voces: como si yo estuviera en una reunión de periodistas o en medio de una fiesta, en el centro de un coctel, engentado, en una plaza llena de flores y de pájaros. Esa voz puede estar a la izquierda o a la derecha, arriba o abajo, en cualquier parte. O dentro de mí. Esa voz.
Desde arriba. En otros escenarios indiscernibles del Pacífico, sobre el acantilado y las dunas, las olas reventando contra las rocas de abajo, mi madre me grita cuando me alejo corriendo por la playa. Sebastián, Sebastián, Sebastián.
Aquella primera fase de su vida me resulta inaprensible, tan difícil de imaginar como traer a la memoria qué rasgo de su rostro habría yo de repetir más tarde.






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