Monday, April 10, 2006

Para que no les falte

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Nos asomábamos por la ventana ya muy entrada la noche. El silencio del barrio era el de la madrugada. Sólo un farol tambaleante arrojaba su mortecina luz ámbar sobre la calle. Abajo, enfrente de nosotros, un chevrolet amarillo que llevaba las letras Taxi en la portezuela permanecía quieto. Las sombras de dos hombres se recortaban borrosamente en el interior del carro.
—¿Quiénes son?
El chofer se asomó por el otro lado, mirando hacia la casa. Ya estaba con un pie afuera y abría las puertas traseras del taxi y la cajuela. Salimos. Mi padre empezó a moverse, trabajosamente. Entre mi madre y yo lo ayudamos a mantenerse en pie. Lo encaminamos hasta la recámara. Mientras tanto mis hermanas se ponían a descargar el taxi de víveres. Bultos de verduras y carne, frutas, naranjas y duraznos, bolsas de azúcar y arroz. Litros de leche, cajas de nieve, jabones. Se había gastado toda su quincena en los mercados, para que no falte nada, siempre me están reclamando. El chofer terminó de ayudarnos con los paquetes. Le pagamos y se retiró. Las mesas del comedor y la cocina rebosaban de alimentos. Para que no les falte.
Así solía hacerlo, desesperado. Llevaba varios meses sin trabajar, después de su intempestiva renuncia al telégrafo, luego de treinta años de servicio. Se ausentaba algunos días. No sabíamos de él. Durante semanas enteras el refrigerador estaba vacío. La historia se repetía: grandes momentos de tensión, malentendidos, pocas palabras. Y entonces reaparecía con un taxi lleno de comida. Para que no les falte.
Una mañana, cuando nadie quedaba en casa, salió cargando la máquina de escribir que tenía en un rincón, una Smith Corona negra, portátil. Se alejó caminando como siempre lo hacía por la calle Río Bravo, paralela al bulevar Agua Caliente, hasta el centro de Tijuana por detrás de la gran avenida, cortando camino, porque detestaba tomar autobuses (o no tenía para pagarlos).
—Es que ya tengo mi oficina propia.
A la entrada del telégrafo ocupó una mesita que allí le prestaron y abrió su “escritorio público” a la gente que llegaba para que le redactara una carta o un telegrama. Una cajita de cartón se iba llenando de monedas y de algún billete. Pesetas, veintes, daimes, dólares de plata. Y, ahora sí todas las noches, cuando regresaba, se ponía a contar las monedas en la cocina. Para que no les falte nada, sonreía, pero no acababa de gustarle mucho su nueva ocupación. Desde los trece años había recorrido los pueblos de Sonora trabajando como “meritorio”, aprendiendo el código de los puntos y las rayas. Comoquiera que haya sido, la rutina del telégrafo le fue dando un cierto orden a su vida. Se había habituado al traje y la corbata, atuendo que lo distinguía del modo de vestir de sus hermanos herreros que trabajaron en las minas de Cananea y en los ranchos de vaquería de Tucson y Tombstone, Arizona. Todos confluyeron allí, en Tijuana, a mediados de los años treinta, atraídos por la oferta de trabajo de la presa Rodríguez.


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