Monday, April 10, 2006

Epígrafe

—Cuesta trabajo atender las
dos cosas: al niño y al
telégrafo, mientras él se
vive tomando cervezas en el
billar. Además no me paga nada.
—No estás allí para ganar dinero,
sino para aprender; cuando
sepas algo ya podrás ser exigente.

Juan Rulfo, Pedro Páramo

Para que no les falte

1

Nos asomábamos por la ventana ya muy entrada la noche. El silencio del barrio era el de la madrugada. Sólo un farol tambaleante arrojaba su mortecina luz ámbar sobre la calle. Abajo, enfrente de nosotros, un chevrolet amarillo que llevaba las letras Taxi en la portezuela permanecía quieto. Las sombras de dos hombres se recortaban borrosamente en el interior del carro.
—¿Quiénes son?
El chofer se asomó por el otro lado, mirando hacia la casa. Ya estaba con un pie afuera y abría las puertas traseras del taxi y la cajuela. Salimos. Mi padre empezó a moverse, trabajosamente. Entre mi madre y yo lo ayudamos a mantenerse en pie. Lo encaminamos hasta la recámara. Mientras tanto mis hermanas se ponían a descargar el taxi de víveres. Bultos de verduras y carne, frutas, naranjas y duraznos, bolsas de azúcar y arroz. Litros de leche, cajas de nieve, jabones. Se había gastado toda su quincena en los mercados, para que no falte nada, siempre me están reclamando. El chofer terminó de ayudarnos con los paquetes. Le pagamos y se retiró. Las mesas del comedor y la cocina rebosaban de alimentos. Para que no les falte.
Así solía hacerlo, desesperado. Llevaba varios meses sin trabajar, después de su intempestiva renuncia al telégrafo, luego de treinta años de servicio. Se ausentaba algunos días. No sabíamos de él. Durante semanas enteras el refrigerador estaba vacío. La historia se repetía: grandes momentos de tensión, malentendidos, pocas palabras. Y entonces reaparecía con un taxi lleno de comida. Para que no les falte.
Una mañana, cuando nadie quedaba en casa, salió cargando la máquina de escribir que tenía en un rincón, una Smith Corona negra, portátil. Se alejó caminando como siempre lo hacía por la calle Río Bravo, paralela al bulevar Agua Caliente, hasta el centro de Tijuana por detrás de la gran avenida, cortando camino, porque detestaba tomar autobuses (o no tenía para pagarlos).
—Es que ya tengo mi oficina propia.
A la entrada del telégrafo ocupó una mesita que allí le prestaron y abrió su “escritorio público” a la gente que llegaba para que le redactara una carta o un telegrama. Una cajita de cartón se iba llenando de monedas y de algún billete. Pesetas, veintes, daimes, dólares de plata. Y, ahora sí todas las noches, cuando regresaba, se ponía a contar las monedas en la cocina. Para que no les falte nada, sonreía, pero no acababa de gustarle mucho su nueva ocupación. Desde los trece años había recorrido los pueblos de Sonora trabajando como “meritorio”, aprendiendo el código de los puntos y las rayas. Comoquiera que haya sido, la rutina del telégrafo le fue dando un cierto orden a su vida. Se había habituado al traje y la corbata, atuendo que lo distinguía del modo de vestir de sus hermanos herreros que trabajaron en las minas de Cananea y en los ranchos de vaquería de Tucson y Tombstone, Arizona. Todos confluyeron allí, en Tijuana, a mediados de los años treinta, atraídos por la oferta de trabajo de la presa Rodríguez.


La máquina de escribir

2
Empezó a replegarse. Daba la impresión de que algo se le había ido de la cara. Estaba y no estaba. Al encorvarse sobre la máquina se le escapaba de pronto una sonrisa, por algo que le dictaba el cliente y él redactaba, alguna frase feliz, alguna ingenuidad. Su trabajo era de escritura, en un estilo necesariamente telegráfico; tenía que ser breve porque las palabras costaban dinero al emisor del mensaje. Era un hombre de máquina de escribir, no de pluma. Y a partir de ese hábito de contar palabras tal vez le pareció natural, en el ámbito más íntimo, componer algunos poemas que de vez en cuando le leía a mi madre en las horas menos oportunas, a las cuatro de la mañana, creando un anticlímax que nos impedía, furiosos, el sueño.
—¿Qué es lo que usted quiere decir?
—Que ya no voy a volver a Michoacán. Pero no lo diga así, tan directo.
—Espéreme —le decía, luego de interrogar a un joven que se había venido de bracero a la frontera. Tomaba notas en una libreta. Preguntaba. Tecleaba una o dos hojas, las sacaba de la máquina, las leía en voz alta—. Léalo y fírmele aquí.
No sé si alguna vez se imaginó que la vieja máquina negra la daría de comer. El cambio de espacio, de adentro hacia afuera del telégrafo, de algún modo lo relacionaba más con la gente cuyas historias llegaban a divertirle (a muchas personas ni siquiera les cobraba). Allá atrás seguía la estridencia de la oficina a la que ya no tenía acceso. Desde siempre, desde que tenía memoria, se había acostumbrado al ambiente ruidoso y a la resonancia metálica de los aparatos Morse. Era su elemento. Tal vez necesitaba de aquella repercusión para sentirse activo y de alguna manera la quería seguir teniendo allí al lado, como música de fondo.
Para mí tampoco era extraño ese ambiente. A veces pasábamos a recogerlo, sobre todo al final de la quincena cuando aún estaba en nómina. Uno entraba en otra dimensión, distinta a la de la calle. Llegaba yo con mi madre y mis hermanas y lo buscábamos al fondo, donde estaba su escritorio y una tabla con el dispositivo de cobre que aplastaba con el dedo. En otras ocasiones lo sorprendíamos ensimismado en la máquina de escribir, con el oído atento a las señales acústicas que emitía una cajita de madera triangular. Y era como un concierto monótono que se difundía por toda la oficina, una sinfonía de chicharras a la que uno se habituaba sin darse cuenta. Años después, sin transición aparente, empezaron a funcionar los teletipos; las palabras se imprimían en una cinta engomada que mi padre iba recortando y pegando sobre la hoja del telegrama mientras poco a poco abandonaba el uso de la Morse que sonaba cada vez con menos frecuencia. Me divertía jugar con los sobrantes de las cintas cuando lo visitaba yo solo, a mediodía, y él cubría su turno vespertino. Eran muchas horas las que debía esperarlo, pero enfrente estaba el Cinelandia, donde vi —a veces embelesado, a veces en pánico— La pasión de los fuertes, Las arenas de Iwo Jima, El horizonte en llamas.
Antes de despedirme, quise volver a verlo en su escritorio público. Le redactaba una carta a una muchacha de trenzas largas.
—Espérame un momento —me dijo.
Tecleaba con dos o tres dedos su Smith Corona. La joven contenía el llanto. No supe qué le acababa de contar para que lo transcribiera. Me dio la impresión de que lo miraba como a un Dios que la salvaba, no sé de qué. Era su conducto. Habían compartido un secreto.
—Tina —le dijo ella—. Así firmo.
—No se preocupe. Yo le pongo el timbre.
La cajita tenía tres penis. No se atrevió a cobrarle. Volviéndose hacia mí, avergonzado, me dijo:
—Cuando llegues allá te voy a mandar un giro —y entonces me dio los chicles. Me estaba yo yendo a la estación de los autobuses que salían a Hermosillo.
—Voy a volver pronto —le dije—. En Navidad.
—Escríbeme. No te disperses.
Algunas veces le permitían suplir a algún compañero que se había enfermado o andaba de parranda. Volvía en sí. Recuperaba el ánimo. Se hacía la ilusión de que continuaba acumulando los años que le faltaban para su jubilación, pero era ya demasiado tarde. Había quedado varado. Cada vez con menos frecuencia instalaba su maquinita en el escritorio público.
A medida en que se alejan los años busco en la oscuridad de la memoria algún indicio evocador, imágenes o palabras, conmociones a las que uno era más propenso en la infancia. Lo que siento es que sólo hasta cierta edad, y ésta puede ser muy madura, vive uno con el fantasma del padre a todas horas. Después uno se lo inventa, si fue escaso, y se lo guarda en lo más hondo. Deja uno que lo habite y sigue caminando olvidándolo, como una segunda naturaleza que no hay por qué comentar con nadie. No se habla de eso. Me lleva en los brazos a ver a los Potros en el estadio de beisbol de la Puerta Blanca. Lo veo en la trastienda de un vecino tomándose una cervezas Mexicali con unos amigos, sobre unos barriles. Lo veo ponerse un traje elegante que le había regalado el cónsul de México en San Diego. Me dicen que está tirado allá en el bulevar, y vamos a recogerlo un amigo mío y yo. Nos lo traemos cargando. Veo mi alcancía rota a martillazos. Descubro una botella de Cuervo en la lavadora. De atenerme a las fotografías de la memoria, esas huellas cuadradas y sin papel en que fijarse, rescataría ciertas escenas aisladas, ninguna secuencia: la última vez que lo vi, por ejemplo, en su escritorio público y frente a su máquina, en mangas de camisa y con corbata, con su sombrero de fieltro. Sólo pudo regalarme un paquete de chicles a medio consumir.


Navojoa


3
Alguna vez escribió unos cuentos que tenían como escenario una peluquería y la estación del ferrocarril en Navojoa. Refería allí la historia —una estampa, una imagen— de un individuo que con un carrizo como telescopio oteaba a las muchachas que bajaban del tren o se paseaban por la terminal. El hombre de su relato lucía siempre una cachucha de visera larga, saco replanchado y flor en la solapa y era el hazmerreír del pueblo. Supongo que aquella escena solía tener lugar por las tardes, cuando disminuía el calor, hacia finales de los años veinte, época en que mi padre se iniciaba en el oficio que nunca abandonó en toda su vida, hasta mil novecientos sesenta, en Tijuana, cuando murió.
Ciertamente son muchas, pero muy vagas, las impresiones que hubieron de quedarme a lo largo de los diecinueve años que tuve contacto con él. Más tenues aún son las referencias a los primeros tiempos de su juventud en Magdalena. No era muy dado a hablar en detalle de sí mismo. Lo que traducía más bien era una emoción, un sentimiento de impotencia que lo aguijoneaba y lo amargaba. En cuanto a lo sucedido antes de que yo naciera lo sé muy de oídas; lo deduzco por algunos comentarios suyos, frases aisladas, esparcidas a través de un tiempo que nunca imaginé dilatado entre sus palabras y sus fotografías.

Fue en los albores de mi vida de telegrafista cuando tocóme estar en un pueblecillo remoto, en donde fui, por designios de un destino ignorado, a la vez agente de correos y del timbre (hoy Hacienda); mozalbete investido de toda representación federal en aquel municipio y, por ende, en contacto directo con todos sus habitantes como servidor público. El único peluquero del lugar (debe haber sido muy apacible este poblado, pues la cárcel estaba construida en la entraña de una colina, una caverna auténtica cuya puerta era de rieles de acero desechados de la vía del ferrocarril) era un sordomudo de buena apariencia. Lo veo luciendo sus mostachos arreglados; sus ojos negros y vivaces, partes medulares, como sus manos, del instrumental con que ejercen su mímica al expresar sus pensamientos los seres infortunados que por desgracia están privados del habla. Fui su cliente y amigo mientras conviví en aquel sitio. A fuerza de vernos con frecuencia llegamos a estimarnos y comprendernos. Claro que no había de faltar la noviecita (raja de canela en el chocolate de aquel bisoño operador del tiquitaca telegráfico, solitario y soñador).
Era ella la maestra escolar del pueblo, animadora del romance típico de provincia. Un buen día me ausenté para no volver jamás. Retorné a mi lugar natal en donde la correspondencia de la amada ausente era nutrida e implacable. Fue en medio de la dura realidad, la impotencia material de continuar sosteniendo aquel idilio a lo lejos, la falta de estampillas y otros achaques comunes a un bruja sin empleo, cuando resolví pasarle a un amigo bromista las últimas cartas recibidas de aquella joven y, sin abrirlas, le di el encargo de contestarlas a su gusto. Pero el amigo se fue de largo, dirigiéndole un telegrama a la pretensa, noticiándole falsamente que me había muerto. Según carta de otro amigo de aquel villorrio, la noticia se esparció inmediatamente, no escapando de conocerla el peluquero mudo que en aquellos momentos arreglaba a un cliente que dejó enjabonado. Se echó a correr por la calle principal (mejor dicho: la única) y, al encontrarse con algún vecino, hacía con su mano derecha ademanes de quien opera un manipulador telegráfico, luego juntaba las manos, las apuntaba al cielo, las batía como alas de ave en su emoción de inferir a mis conocidos que el que esto escribe… había volado al cielo.
Personaje formidable también, pero de muy distintas tendencias, dedicado a deambular de esquina en esquina por las grises calles de mi pueblo; individuo ya pasado de los años adecuados; saco negro replanchado, flor eterna en la solapa, el Lirio portaba un carrizo de un metro que, a guisa de telescopio, le servía para contemplar por largas horas el paso de las damas bonitas exlusivamente, jamás el de varones, siendo sus observatorios favoritos la estación del tren, las salidas del templo o del cine, pródigas en desfiles del bello sexo cotidianamente. Por lo demás, este Lirio exótico, aunque maniático irredento, era inofensivo, ya que nunca pronunciaba piropos a las chicas, encerrado en su mutismo heroico de astrónomo de piedra. Me cuentan que aún transcurre su figura por aquellas callecillas, fiel a su carrizo… todavía hay muchachas que se convidan confidencialmente a pasar por donde está.

Veo su rostro y no adivino nada. Tenía el pelo negro y lacio, peinado hacia atrás, y el cuello largo. Se le ve en compañía de unos telegrafistas a la entrada del Hipódromo, en mil novecientos treinta y cinco. No sé qué hacía entonces en Tijuana; yo lo suponía viviendo en Navojoa, donde se casó con mi madre en mil novecientos treinta y ocho. Quizá se daba sus vueltas por Tijuana para explorar el terreno y preparar su traslado de unos años más tarde. Su madre y sus hermanos emigraron hacia la frontera cuando empezó a construirse la presa. Tal vez previó desde entonces reunirse con ellos, en el futuro más inmediato. La pequeña ciudad apenas nacía, se beneficiaba de la ley seca en Estados Unidos, la fabricación de licores y cerveza, los cabarets y los casinos, y era una esperanza en aquellos años de guerra, aunque el trabajo de mi padre fuera en el telégrafo y el de mi madre en la escuela.
Hay otra foto, sin fecha, supongo que de principios de los años treinta, en otra de sus vueltas: está vestido de cowboy, con sombrero negro a la Tom Mix y chaparreras de pelambre, una camisa a cuadros, pañuelo de seda al cuello. El camarada que lo acompaña viste del mismo modo y sostiene una botella de aguardiente prohibido. Detrás de ambos sobresalen tantos letreros (Log Cabin Bar, Big Dance To Nite, Pistol Hill, Order Your Beds Early) que no es difícil deducir que se trataba de un escenario montado, para la foto, en La Ballena, una de las tabernas de Tijuana. Me sorprendió mucho conocer esta fotografía cuando yo ya andaba en los cuarenta años. Me la regaló un día mi prima Dora. Tuve mis dudas acerca de su autenticidad y durante más de un año no estuve seguro de que se tratara de él, aunque se parecía por momentos a mi hijo. La había puesto en la pared, sostenida con unas tachuelas en un corcho, y un día mientras alzaba la vista de vez en cuando, por encima de la máquina, reparé en un detalle. Era él. Sin duda alguna. Me fijé en algo que lo caracterizaba y se advertía también en otras fotos posteriores de su vida: la mano izquierda metida sobre la cintura, debajo del cinturón con balas. Una vieja manía suya.

Presbicia de la memoria

4
Dicen que uno suele recordar las cosas más remotas con más claridad a medida en que pasa de los cincuenta años, o más tarde, como si experimentara, según decía Sciascia, una suerte de presbicia de la memoria: ve mejor los acontecimientos más lejanos y no muy bien los más recientes. A veces no acertamos a respondernos qué hicimos el martes de la semana pasada y, extrañamente, los vacíos del pasado que ya se habían establecido como inexpugnables empiezan a habitarse por imágenes plásticas, algún rostro, un olor o un malestar, en especial aquellos momentos de zozobra, miedo o alegría, cualquier incidente asimilado dentro del marco de una emoción, por ínfima que haya sido. En desorden, de aquellos años apenas subsisten actitudes y miradas, silencios tensos, noches de espera, un ir y venir de viajes siempre asociados con el calor infernal de La Rumorosa, Mexicali, el desierto de Sonora.
Y es que pasábamos las vacaciones del verano en Navojoa y esto de hecho significaba una escisión de mis padres, de la pareja que formaban o al menos la ausencia de uno de ellos, el que se quedaba en casa. No podíamos saber entonces, por supuesto, que algo se derrumbaba entre los dos y que las salidas más que en atención al calendario escolar se daban como una fuga promovida por mi madre.
Lo primero que hacíamos al día siguiente de llegar era correr a la salida del pueblo, junto al estadio de beisbol, y tomar uno de los camiones que hacían el trayecto a Huatabampo. Ya no se utilizaba la espuela del ferrocarril que se mandó construir el general Obregón a lo largo del valle, pero aún se veían los vagones garbanceros y una que otra locomotora arrumbada. Sentíamos el aire fresco que entraba por las ventanillas del autobús mientras a los lados corrían los sembradíos de algodón y de cártamo. En Huatabampo mi tía Julia nos compraba leches malteadas y nos daba dinero. Tenía una tienda, El Remate, de géneros baratos para los campesinos mayos que desde las siete de la mañana, en épocas de cosecha, se aglomeraban a sus puertas… a veces enmascarados, con fauces de coyotes o cuernos de venado, al promediar la semana santa. Su esposo, Isaac, había llegado de Alejandría muchos años atrás y al principio (en terrenos tan áridos e inhóspitos como los de su tierra natal) recorría en una bicicleta los pueblos de los alrededores vendiéndoles trapos y cinturones a los mayos, hasta que montó su tienda. Poco sabíamos de él en aquel entonces, salvo que tenía familiares en Israel y que una vez le cayó encima un rayo del que milagrosamente salió ileso porque estaba sentado en un mostrador de madera. Desde la mesa de telas y paños sobre la que con un metro de aluminio iba midiendo los trozos de popelina y manta que le pedían, gritaba en cahíta “¡Cabégere, cabégere, marchante!”, llamando a las mujeres, echando en un cajón los billetes sudados y las monedas. Llegó a acumular una cierta fortuna a lo largo de los años y a comprar acciones en una línea aérea.
La trastienda, retacada de mercancía, olía a mezclilla y a camisas nuevas. Al caer la tarde, después de bañarnos, nos metíamos en un cine al aire libre y veíamos películas de Audie Murphy y de Randolph Scott, de guerra o de vaqueros. Río rojo, con Montgomery Clift y John Wayne, la vi cinco veces. En los veranos subsiguientes, con una poca de más edad y una renovada capacidad de ilusión, fui descubriendo los alrededores: el puerto abandonado de Yavaros, la hacienda de Etchoropo donde se pesaba el algodón y se empacaba, las rudimentarias pistas de terracería de las avionetas fumigadoras. No tenía más de diez años cuando vi todo el pueblo y el mar, las playas de Huatabampito, los campos sembrados de Bacobampo, desde el cielo: por primera vez sabía lo que era volar, sentado sobre un cajón de manzanas en el compartimiento vacío que normalmente se utilizaba para el fumigante en polvo. Leobardo Mendívil piloteaba la avioneta amarilla de dos alas, traída de Arizona, y desde la carlinga sacaba la mano y ladeaba hacia arriba y abajo los alerones para saludar a mis hermanas en la nevería de la plaza.
No nos dábamos muy bien cuenta del transcurso del tiempo. Dos meses muy bien podían haber sido un par de semanas. Súbitamente, el día menos previsto, debíamos volver a Tijuana. Las vacaciones habían terminado. Desde el tren y el puente sobre el río Mayo, alejándonos hacia el norte, alcanzábamos a distinguir la cúpula de la catedral de Navojoa y la escuela Talamantes, donde mi madre recibió sus primeras clases. Había nacido en Las Chinacas, una ranchería del municipio de Chínipas en la cordillera de Chihuahua. Apenas tenía tres meses de nacida cuando bajó de la sierra en brazos de doña Francisca, mi abuela. El descenso hacia el valle del Mayo en aquel tiempo era natural y lógico, sobre todo si el hambre obligaba a emigrar; era preferible buscar otro destino en las zonas agrícolas de Sonora recién abiertas a los nuevos sistemas de riego que aventurarse hacia el interior montañoso de Chihuahua. Mi abuelo, don Emiliano, llegó a cultivar nueve hectáreas que le tocaron de un reparto agrario.
Navojoa estaba en otro lugar, en Pueblo Viejo, rumbo a Tesia, junto a la estación del tren, pero luego con las inundaciones la trasladaron a la parte alta del río Mayo y renació con calles anchas y un nuevo trazo.
Creció allí, estudió allí, se hizo maestra en Tesia, y amaneció un día muy guapa para casarse con el telegrafista de Magdalena. La veo frente a un pizarrón de la escuela de Tesia mientras escribe con un gis la A, la primera letra, la A que es el principio de todo, la primera clase que se da en la primaria, la primera que aprende uno el primer día de clases de su vida. Y la oigo: es una voz, allá en el fondo. Arriba o abajo. Todo, absolutamente todo lo que dice me parece irrebatible. Me deja paralizado, atónito. Y la oigo dichoso mientras siento el aire fresco del amanecer bajo los limoneros, sobre las sábanas sudadas, en el traspatio de la casa de mi abuela. Pero de pronto esa voz se pierde en un mar de otras voces: como si yo estuviera en una reunión de periodistas o en medio de una fiesta, en el centro de un coctel, engentado, en una plaza llena de flores y de pájaros. Esa voz puede estar a la izquierda o a la derecha, arriba o abajo, en cualquier parte. O dentro de mí. Esa voz.
Desde arriba. En otros escenarios indiscernibles del Pacífico, sobre el acantilado y las dunas, las olas reventando contra las rocas de abajo, mi madre me grita cuando me alejo corriendo por la playa. Sebastián, Sebastián, Sebastián.
Aquella primera fase de su vida me resulta inaprensible, tan difícil de imaginar como traer a la memoria qué rasgo de su rostro habría yo de repetir más tarde.






Tesia


5
Siempre que puedo y me encuentro en la región por motivos de trabajo me abandono sin pensarlo mucho al deseo de pasar por lo menos una noche en Navojoa. Me gusta volver sobre sus calles, entrar en el mercado y reconocer los olores del cuero y el café recién tostado. Una sensación de pertenencia me viene de mis pasos. Me sé más completo aquí que en cualquiera otra parte del mundo. No me cabe la menor duda de que me llamo como me llamo. Nada queda en entredicho ni son pocas las ausencias que pueblan mis noches durante mis breves visitas, pero algo muy fuerte me impele a dejarme llevar por las mismas aceras que recorría mi padre, a la media noche y a la salida del cine, cuando se oían las chicharras. En el pasado incluso la avenida que corta el pueblo en diagonal carecía de pavimento. Un camión pipa en las tardes del verano rociaba las calles alrededor de la plaza y aplacaba el polvo despidiendo el olor de la tierra mojada.
Por eso no era la primera vez, la semana santa del año pasado, que coincidiéramos allí mis hermanas y yo, ellas con sus niños y yo solo. Llegué después de andar por el valle del Mayo haciendo un reportaje sobre las tomas de tierras y una matanza de campesinos que había tenido lugar en Tesia durante los preparativos de la semana mayor. Fueron días de espera, con muchos tiempos muertos y dificultades para entrevistar a la gente; policías, soldados, funcionarios judiciales, periodistas, médicos forenses. Estuve a punto de vomitar, me alejé, salí mudo, incapaz de decir algo, encaramado en una camioneta y custodiado por unos agentes de armas largas. A mi compañero fotógrafo no le permitieron hacer su trabajo y yo lo más que pude rescatar para mi revista fueron unas cuantas notas garabateadas en mi libreta negra y unas grabaciones no muy claras. Es decir, nada. Ningún testimonio. Ninguna imagen. Un reportaje frustrado. Lo único que me reconfortaba era el plan de pasar unos días con mis hermanas y mi tía en aquella casa solariega y acogedora.
El pick up de los policías me dejó en la calle Jesús Salido en cuanto dejó de llover. La tierra humedecida era la misma de la madrugada aquella en que, muchos años atrás, no me atreví a tocar la puerta y me quedé dormido en el zaguán para no despertar a la abuela. Jalé el cordel de una enmohecida campana y un portón de madera apolillada se abrió: apareció Azucena, sonriente, y me abrazó. El fuerte olor de café molido me atrajo hacia la cocina. Entré y vi que sobre la estufa humeaba una cafetera de peltre azul. Olivia levantaba un colador de franela y acercándome una taza me sirvió.
—Te estábamos esperando —me dijo, y me besó. De tan negro el café dejaba pintada la taza.
El viejo sillón de terciopelo guinda en la sala, el comedor de caoba, las mecedoras en los pasillos, los ventiladores eléctricos llenos de polvo, la recámara en el tocador de luna que había comprado mi madre, los roperos con la llave colgando del cerrojo, constituían el escenario intacto de los abuelos. En uno de aquellos aposentos doña Panchita se esmeraba en la confección de dulces cristalizados, le quitaba la pulpa a las cáscaras después de tenerlas en ceniza durante varios días, y las lavaba y cocía con azúcar para ponerlas en conserva.
Arrumbados en el cuarto de lavar, en el traspatio, los catres de lona ocupaban el lugar donde la abuela cosía con su máquina de pedal unos mosquiteros de gasa. Las jaulas de pájaros vacías y las macetas de barro cubiertas de musgo permanecían abandonadas en un rincón. Un delicado aroma de azahares antecedió a mi súbito reconocimiento del recinto. Al trasponer el corredor, me pareció que las mecedoras se balanceaban a la par y que el abanico eléctrico volvía a sus revoluciones cuando me forzaba por olfatear, sin ningún éxito, un brasero con ramas de pirul, romero, azufre, y unas gotas de aceite de cirios pascuales que la abuela solía encender.
Solo en el comedor y sobre la mesa de caoba, con el abanico eléctrico a mi lado, me puse a escuchar la grabación de un señor de Tesia, Cecilio, mientras mis hermanas acomodaban los catres de lona en el traspatio. En nada se relacionaba con las espantosas cosas que habíamos vivido, pero me gustaba la manera de hablar que tenía el anciano y sentir cómo la tinta corría sobre el papel. Bajé el volumen de la grabadora lo más que pude porque no quería perturbar a nadie, aunque no era seguro que mis hermanas ya estuvieran durmiendo. Era una de mis manías: no hacer ruido y transcribir todo lo que me decían, con puntos y comas, reiteraciones, cualquier sonido gutural, antes de ponerme a redactar. Resultaba más laborioso, pero sentía la necesidad de hacer pasar por el papel todas las palabras, sin desperdiciar una sola, como si en alguna frase inconclusa o en una idea apenas esbozada pudiera entrever algún pensamiento incipiente. Esos detalles me daban la atmósfera y al personaje.
La voz de Cecilio era casi un murmullo y yo la tomaba al dictado, traduciéndola en las palabras que de forma indeleble iban habitando las páginas de mi libreta negra:

Mi papá se llamaba Ignacio Robles y mi mamá Ricarda Escalante Yoquihua. Él nació en Santa María Buájare y mi mamá en Pótam. Anduvo en la Revolución, por Cucurpe, Cananea y Parral Chihuahua, y cuando llegó de destacamento a Vícam encontró a mi mamá. Allí la halló y allí se conocieron. Se casó con ella. Tuvieron hijos. Dos se murieron y tres vivimos: Pablo Gocobachi, Santos Gocobachi, y yo. Teodoro se murió chiquito y la Fidelia también se murió. Aquí se casaron en Navojoa. Me vine con ellos cuando tenía siete años. Nos vinimos. Traían como ciento no sé cuántas chivas, mulas, caballos. Veníamos con las tías y mi tío, y también con la máquina Singer que la traía en burro. En ocho días llegamos a Bayájori. Allí se casó mi nanita con un viejo de por allá de San Bernardo. Ese viejo también mató a uno. Por eso se vino a caer por aquí. Mi tatita Luciano Soto ya murió. Así que aquí estamos. Mi papá, mi mamá ya se fueron.
Nos vinimos de Vícam porque los yaquis les quitaban la ropa y mis papás ya no quisieron saber y se vinieron para acá. Ellos no distinguían compañeros y mi papá, como no era de allá, se vino: No vaya a ser que nos dejen bichis, decía.
Nací en mil novecientos veintinueve, el primero de febrero. Cuando llegamos a Rancho Camargo no había más que cuatro casitas, de los viejos de aquí. Vivió aquí un viejo que se llamaba Lorenzo Camargo que tenía muchos corrales. Cuando llegamos estaban todos los palos por los suelos. Había unos mezquites chingones: estaba todo enmontonado. También vinieron mis tíos. Eran tres hermanos. Mi tío Margarito Gocobachi, mi tío Juan Gocobachi y mi papá Ignacio Gocobachi.
Mi tatita Luciano mató a su patrón por allá en Macoyahui. Era un patrón muy corajudo, quién sabe cómo. Donde sembraba no le pagaba y quería que trabajara y le pegaba todavía a él. Mi tatita le pegó un chingazo con la taspana y lo chingó. Así murió. Se vino con dos mujeres mi tatita. Trajeron caballos burros por la sierra, derecho para acá; pararon en Bayájori. Allí lo vio mi nanita y como era nueva y había quedado viuda invitó a mi tatita para acá. Se vinieron junto con las dos mujeres que eran sus hijas y un hombrecito. También era viudo. Aquí se murieron.
Mi tío Margarito aprendió a cantar El Venado allá en Paskolabampo y me lo enseñó. Por allá lo pasearon los jefes de allí. Allá le enseñaron y a los ocho pueblos les comenzó a cantar. Cantó en la Baja California, en Santa Rosalía, por allá los pasearon los paskolas y esos que tocan los sones, violinistas, arpas. Fueron a Nogales y allá estuvieron veinticuatro días y ya llegaron, con muchos dólares. Para el sur no fueron.

En unas cuantas frases, que me llegaban como ráfagas, Cecilio condensaba la historia de sus afectos sin esmerarse en explicar nada ni en encontrar algún significado. Sin juzgar a nadie. Se atenía a los hechos, se limitaba a unos cuantos nombres y sólo cuando hablaba le brillaban los ojos. Al incurrir en ciertas pausas o en dilatados silencios se desvanecía ese brillo de la retina que resucitaba al tararear en voz baja la danza del Venado, menéandose e irguiendo el cuello como si le brotaran cuernos y se le agudizara la mirada. El hilo de su discurso lo fui perdiendo cuando, sin transición alguna, describía lugares vistos desde lo alto, como si volara montado en un pajarraco, con los brazos en Cristo. Vi entonces el espectro todo de su vida, lo imaginé de niño, al lado de sus padres, huyendo en una carreta de caballos que lo depositó allí, en las afueras de Tesia.
Estábamos a punto de dormirnos en los mismos catres de lona y bajo los limoneros como tuvieron que hacerlo siempre mi madre y mis tías durante las noches más calurosas de agosto. Mientras Olivia parecía dormir en la penumbra del patio, Azucena me hablaba en voz baja sentada en su catre y sobre las sábanas. La dejé hablar, interrumpiéndola lo menos posible y ausentándome a veces sin querer, como suele sucederme, atraído por otros pensamientos y el suave palpitar de la noche apacible, entre las flores de azahar. En cuanto iba entrando en materia yo escuchaba la voz de mi madre a lo largo de los dieciocho meses que pasé a su lado mientras agonizaba, no porque su timbre se pareciera al de Azucena sino porque la oscuridad me consentía distraerme y pensar por otro lado que hay voces internas que uno va guardando: las voces que le enseñaron a uno a hablar, a aprender una cierta lengua, a nombrar las cosas, y se quedan grabadas para siempre dándonos una primera idea del mundo, una composición de lugar.
Los silencios que se intercalaban en nuestra plática los asumía yo de manera natural y podría decir que hasta me gustaban. Incluso en otras conversaciones volvía a tener la tendencia a divagar y a perder el hilo de lo que me contaban. Me sentía cómodo, pues, en medio de esas pausas largas que se tendían entre Azucena y yo. Si nunca hablábamos acerca de nuestros padres era porque habíamos vivido juntos las mismas cosas al mismo tiempo y porque podría parecer que estábamos juzgándolos y no honrándolos, como dice el mandamiento de la ley de Dios. Fuimos testigos de situaciones iguales y por tanto debíamos tener, suponía yo, idénticos recuerdos. Sin embargo, a medida que iba transcurriendo la noche, en el sosiego del traspatio, emergía cada vez con más peso la sospecha de que cada quien había vivido una historia diferente.


Azucena


6
Me contaba Azucena que al año de nacer se dio cuenta de que allí estaba ella: mi madre. ¿Cómo podía mi hermana tener memoria tan temprana si no estuvo aquí más de un año?
—No sé si por los comentarios que oía o porque fui la primera hija y fue muy festejado mi nacimiento —me contestó—. El caso es que yo siempre supe cuál era la casa en la que había nacido: en la calle Guerrero. Por allí pasaba cuando tenía tres años y me iba de paseo. La primera imagen que se me viene a la cabeza es muy negativa porque yo rechacé el pecho. Me daba asco. No sé qué tan grande era yo, ocho meses, diez, pero me acuerdo muy bien. Luego naciste tú y cuatro años después, Olivia. De ahí en adelante no llevo los años porque eran idas y venidas de Tijuana a Navojoa.
—En el verano.
—No, también en el invierno. Una vez mis papás se pelearon y ella nos trajo a Navojoa. Ya teníamos aquí varios meses y de pronto se apareció mi papá, con serenata, cantando una canción… Que vuelva, que vuelva tan sólo una vez, pero que vuelva. Mi mamá estaba dispuesta a dejarlo.
—¿Tú qué edad tenías?
—Eso es lo que no tengo muy claro.
—¿Fue antes de primero de primaria?
—Claro. Se me revuelven todos esos años.
—Muy desde el principio anduvieron mal.
—Mi mamá estaba entonces muy inconforme. Planeaba los viajes a Navojoa para escapar de la casa y buscar algún apoyo. Se sentía aquí rodeada de afecto.
—¿Pero sólo en las vacaciones del verano?
—No.
—¿Julio y agosto?
—No. Cuando éramos niños los viajes eran más frecuentes. Era un ir venir de Navojoa a Tijuana y de allá para acá.
—¿De pronto ella se podía venir en enero?
—Nos veníamos por la Rumorosa. Me acuerdo perfectamente, como si fuera ayer. Los precipicios de la Rumorosa. En camión.
—Un camión amarillo, y a veces en tren.
—Veíamos varios accidentes en la Rumorosa: carros que se habían ido hasta el fondo del barranco. A veces también sí, en el trenecito, el San Diego-Arizona. Preparábamos la comida que nos iba dando ella durante el camino y entrábamos en el túnel de la presa muy emocionados. En ocasiones regresábamos por Nogales, de madrugada. Me daba mucho frío en las piernas.
—¿Por el desierto?
—Sí, por Nogales Arizona y Yuma, esperando el Greyhound en la terminal.
—¿De Nogales a San Diego? Yo no me acuerdo de eso.
—Una vez nos nevó. Estábamos muy chiquitos. Se cerró el tránsito de Nogales a Tijuana y ni siquiera por el Sásabe se podía cruzar. Entonces mi papá, como siempre, acudía a las oficinas del telégrafo para que nos dieran posada. Se sentía como un hermano de las sucursales del telégrafo. Llegamos en Nogales a la casa de unos compañeros suyos y allí dormimos; hacía mucho frío, la casa quedaba a lo alto de unos cerros, en las orillas de Nogales. Unas lomas parecidas a las de Tijuana. Tenían un perico. Un loro grandote. Yo tendría como tres años y tú como uno. Olivia no había nacido aún. Sólo íbamos tú y yo. Nos llevaban con unos abriguitos muy bonitos que mi mamá nos compró allá en Tijuana, enfrente de la iglesia de Guadalupe. En esa casa de Nogales nos dieron albergue y allí dormimos porque, como te decía, se cerró el tránsito, por la nieve. Tenían un loro que hablaba precioso, muy bonito el animal, y como hacía un frío tremendo se alborotó toda la noche y hablaba y hablaba y no nos dejaba dormir. De ahí me nació un gran amor por los pericos. Se me hizo muy simpático, muy platicador. Por eso cada vez que yo venía a Sonora me quería llevar uno. Lo andaba siempre procurando en el mercado. Una vez me quitaron uno en el tren, en Benjamín Hill. Los agentes de Salubridad no dejaban pasar animales. Era una historia llevar al perico. Pero una vez sí logré esconder uno: me lo puse en una cajita de zapatos. Ya tenía yo unos ocho años o diez cuando me llevé al Turi, el mismo que más tarde mi papá dejó volar. Yo le corté las alas, pero luego que le salieron se enfureció porque lo tenía preso y lo soltó.
—¿Ya en Tijuana?
—Sí. Tuve mucho tiempo al perico. Entonces de todas esas idas y venidas a Navojoa tengo muy perdidas las fechas.
—Son los años cuarenta y cuatro, cuarenta y ocho.
—Me acuerdo claramente de cuando murió el hermanito de mi mamá, Fausto.
—¿En qué año?
—No sé qué año sería, pero esa vez mi mamá Panchita estaba cosiendo a máquina unos mosquiteros de gasa y el niño duró muchos días enfermo. Nosotros estuvimos varias semanas aquí, a eso vinimos. Como que la estaban cuidando de no decirle. Mi mamá me llevó entonces a que me cuidaran en casa de una familia de apellido Almada, a dos cuadras de aquí. Por en medio de la casa pasaba un arroyo, pero como yo no sabía lo que era la muerte ni lo que había sucedido me entretenía haciendo barquitos en el riíto que atravesaba por el traspatio de esa familia. Era una huerta de naranjos y limoneros. También me quedé allí con esas personas cuando fueron a enterrar al muchachito. Metí las manos en el agua y veía flotar las hojas de los árboles y las flores de los naranjos muy olorosas, blancas. Se me hizo muy largo el día. Fue el mismo año que me dio la tifoidea, que me vi muy grave.
—¿Aquí?
—Me habían hecho un vestido muy bonito porque todas las veces que venía a Navojoa mis tías me hacían sentir como una reina. Me regalaban las mejores telas, las que vendían en la tienda de mi tía Julia. Me recibían con muchos vestidos, largos, muy elegantes, y a mí se me hacían bellísimos porque veníamos de allá de una situación casi de marginados en donde casi no conocíamos el dinero ni las tiendas. Tenía yo tres años. Fue la misma fiebre que le dio a ese niño y me vi muy mal. Quedé delgadita. El vestido me quedaba muy ancho. Era largo y parecía una bata. Todas las tardes me lo ponían para ver si ya me ajustaba, cuando me estaba aliviando, y pudiera ir a ofrecer flores a la iglesia. Y de ahí le agarró a mi mamá por andarme cuidando mucho, que la niña, que esto, que lo otro, cuidado… porque no se podía hacer nada contra aquella enfermedad y con tanto calor.
—¿Qué edad tenías?
—Tres años, te digo. De ahí le agarró por andarme cuidando mucho, que tomara ponche, que tomara té, porque quedé muy pálida, muy transparente. Desde entonces he sido muy vaga, me les perdía muchas veces. Siempre me ha gustado caminar e ir a lo desconocido. Si no conozco una calle me gusta ir a conocerla. Una vez me les extravié y cuando me encontraron les dije que no tenían por qué asustarse porque yo me había ido siguiendo con la vista la cúpula de la catedral. Cuando ya estábamos más grandecitas nos llevaban a Olivia y a mí a todas las casas a bailar, como si fuéramos niñas de circo. Nos cargaban allí exhibiendo por todo el vecindario. Nos ponían a bailar con las castañuelas la jota aragonesa y a hacer teatrito. A mí me gustaba mucho ir al mercado. Me fascinaba. Todavía me encanta: el olor a chiltepín, a orégano, a canela y ajo, los tamarindos con chile. Todas mis comidas las hago muy condimentadas.
—¿Qué había allí?
—Aceitunas, sandías, machetes, sombreros de palma, piloncillo, panelas, café tostado. Siempre he dicho que no huelen igual los puestos de otras partes. De Huatabampo guardo muy buenos recuerdos porque allí fue donde yo empecé a conocer muchachos, a bailar, a tener grupos de amigas, como no las tenía allá en el barrio.
—¿Recuerdas la casa de Huatabampo?
—Era muy rústica. Sólo con lo más elemental.
—¿A qué olía?
—A mercancía, a mezclilla y a billetes. El olor del dinero usado, los costales de dinero, las pacas de billetes de cincuenta pesos, azules, los de diez pesos, con una tehuana divina en su resplandor.
—¿Te trataba bien mi nina Julia?
—Me quería mucho.
—¿Recuerdas el traslado de Navojoa a Tijuana?
—Muy bien. Nos fuimos por Nogales.
—¿Yo no había nacido?
—No.
—¿En autobús?
—No. Nos fuimos en el tren. Tomamos en Nogales el San Diego-Arizona. Fue el primero que conocí: un tren americano muy bueno, muy diferente al de acá, al del Pacífico. Unos carros grises grandotes, con mucha fuerza, de Nogales a San Diego, pasando por Yuma y la Rumorosa del lado mexicano. En Tijuana aprendí a caminar. Me llevaban de la mano por la calle Segunda. A mediodía. Siempre estaba nublado. Debo de haber tenido un año, un año y medio, cuando mucho.
—¿Te acuerdas cuando yo nací?
—Perfectamente.
—En la calle Primera, en el sanatorio de Conchita Dávila.
—No vivíamos en la calle Primera. Allí vivíamos antes, más o menos de la H a la I, para allá, hacia el cementerio de la Puerta Blanca, a unos metros de la línea. Al lado derecho, en unos apartamentos de ladrillos rojos. Un día llega mi mamá y me dice que vas a nacer tú. Te estaba esperando, que ibas a ser Sebastián, que ibas a ser hombre. Yo fui con mi nanita a conocerte. No te has de acordar. Estabas muy gordo y de muy mal humor.
—¿Y el cambio a la calle Río Bravo, la casita ésa que construyeron?
—A mi papá le dieron un dominio de terreno porque era empleado federal. Querían que todos tuvieran casa propia. Así se fue formando Tijuana. Una infraestructura bien planeada nunca la ha tenido. Siempre ha sido muy caótica. Después de que se establecen los colonos se va haciendo el trazo. En aquel tiempo el camión se regresaba por el cabaret que estaba allí…
—¿El Río Rita?
—Hasta el Río Rita. A veces mi mamá, algún amigo o compañero de trabajo de mi papás nos acercaba en su carro a ver el lote, porque el camión no llegaba hasta allá. Mi papá decía que iban a hacer casa y mi mamá se sentía muy impaciente porque vivía cerca de su suegra y no la soportaba.
—¿Quién la empezó a construir?
—Mi tío Jorge y mi papá, por iniciativa de mi mamá. Iban los domingos a levantar la casita, con sus cachuchas de carpintero y sus serruchos, sus martillos. Ellos pararon los primeros palos y armaron lo que fue la primera vivienda, con tela de alambre y puertas de segunda que traían de San Diego, de los camouflages. No tenía servicios sanitarios. ¿Tú te acuerdas de eso? Utilizábamos los de la escuela de enfrente.
—No había drenaje. Luego hicieron un excusado atrás, de madera, sobre un pozo, en el que se cayó aquel gato.
—Sí.









Escala en Magdalena


7
—¿Y tú sentiste el primer disgusto entre ellos? Esas escapadas de mi mamá a Navojoa…
—Esos viajes intempestivos eran un conato de separación. A veces se prolongaban más de lo habitual.
—Más de tres meses.
—Sí. Era toda una novela. De pronto mi papá venía por nosotros y nunca llegaba porque se la iba pasando de pueblo en pueblo. Hacía una escala en Magdalena, agarraba la tomadera y allí se quedaba, quince días. Se gastaba todo el dinero y ya no podía seguir al siguiente pueblo. Se tardaba mucho en llegar por nosotros. Porque mi papá no estaba motivado por su trabajo; siempre provocaba que lo corrieran. Nunca adoptaba la postura de cuidar su plaza. Sentía que él les estaba haciendo el favor de trabajar allí en el telégrafo. Se estimaba demasiado a sí mismo. Cuando estaban a punto de rescindirle su contrato sus compañeros eran los que se preocupaban y lo hacían volver.
—¿Cuáles pueblos?
—¿Cómo que cuáles pueblos? En ese tiempo era un pueblo Ciudad Obregón, Cajeme. Se pasaba otro tanto allí. Tenía otras amistades, los Robinson. Y se tomaba otros días. Total que era una pachanga de días y de meses. De allá para acá y de aquí para allá.
—No se atrevía a enfrentarla.
—Le pesaban mucho sus orígenes, su medio, la vida en la sierra y en el campo. Quiso ella que nosotros no tuviéramos la misma condición. Siento que fue muy avanzada para su época. Lo que ahora se presume que son las feministas mi mamá lo era desde que tenía veinte años. Se fijó una meta, sabía lo que quería, tenía un proyecto. Estaba muy decidida en cuanto a lo que esperaba de sus hijos. Ya había dado algunas muestras de ese carácter cuando salió muy chica de Navojoa a dar clases en otro pueblo, en Tesia. Tomó algunos cursos en Hermosillo y participó en contiendas políticas dentro del campo magisterial. Ha de haber sido en la época de Cárdenas. Sí. Tuvo alguna militancia dentro de la organización del magisterio y algunos cargos. En el fondo tenía un sentido de la justicia muy fuerte.
—¿Era de las maestras socialistas?
—Fue militante. En esa época iban a las iglesias y quitaban los santos. Mi abuelita se preocupaba mucho. Le decía que se iba a condenar y ella le contestaba que no, que lo estaba haciendo por su trabajo, no porque lo sintiera sino para conseguir su plaza y tener un mejor nivel que el que tenía su familia. Fue muy persistente en eso. Fue su única tarea en la vida: tratar de que nosotros saliéramos de esa marginación. Fuera de ésa, no creo que mi mamá haya tenido otra meta. No le conocí otra.
—Al casarse dejó el magisterio.
—Sí, pero eso tú lo sabes. ¿Por qué lo preguntas?
—Quiero ver cómo lo recuerdas tú. ¿Cuándo volvió a dar clases?
—Cuando yo cumplí siete años.
—Estabas en primero de primaria y puso el kínder en la casa porque no había dinero. El refrigerador siempre estaba vacío y los trastos sucios.
—No fue por eso. Fue porque no le daban su plaza. Lloraba mucho. A cada rato iba con el profesor Solórzano.
—La estaba solicitando.
—Siempre. Decía que cuando yo tuviera siete años y tú cinco y Olivia dos, ella iba a volver a dar clases. Muy frecuentemente iba y preguntaba y tal vez no tenía relaciones o no sé qué, pero se tardaron en darle su plaza. Fue antes cuando organizó la escuelita en la casa. Se pusieron de moda los centros de alfabetización en todo el país y mi mamá improvisó uno en la casa, pero como ella tenía la meta de que nosotras fuéramos muy señoras y muy damas de clase muy alta, en la mañana era la escuelita y en la tarde una sala de recibir. Házme el favor. Olivia y yo barríamos el gis, limpiábamos y trapeábamos lo que era el kínder en las mañanas y en las tardes poníamos una mesita de centro, cortábamos unos geranios del jardín, y se convertía en una sala de visitas. Tenía muy bien trazado a dónde iba. Por las tardes recibía a sus amigas del barrio y nosotras a las nuestras. Y la misma casita se transformaba de nuevo en escuela a la mañana siguiente; ella sacaba los pupitres, las banquitas, ponía el pizarrón y llegaban los niños. Les cobraba tres dólares a la semana. Era un escándalo, un griterío, pero también mucho trabajo en silencio.
—Después empezó a dar clases en la Pensador Mexicano.
—Se incorporó al magisterio estatal.
—¿Dónde entra aquí mi papá?
—Hay un choque de personalidades. Mi papá era una persona muy sensible, muy perceptiva; tenía más educación que ella. Le molestaba su modo de ser, su forma de expresarse, de ser brusca, de regañarnos. Era más fino, más delicado, pero no tenía un proyecto, una motivación fija.
—¿Se te hacía muy débil?
—Muy suave. Y muy cariñoso, muy tierno. Una vez me compró unos prendedorcitos de Pinocho. Estaba lloviendo mucho, como llueve allá en Tijuana. Y entonces atravesó por la casa de Dimas para entrar en la nuestra por el callejón y se resbaló, se lastimó un brazo y no llegó con los pinochitos. Se le cayeron. Eran unos prendedorcitos de Blancanieves. Y ese incidente lo relacioné luego con otras cosas. No lo puedo olvidar porque la tarde en que murió traía una pepitoria en el bolsillo y yo sabía que era para mí.
—En la época de la guerra no había esferas de Navidad.
—No vendían arbolitos. Entonces mi papá cortó un pino de enfrente de la casa, resinoso.
—Un pino.
—Sí, un pino natural. Luego le colocó unas tablas de base en cruz y mi mamá se puso a idear unos adornos de cartón con diamantina, como trabajos de escuela.
—Unas estrellas de cartón.
—A las vecinas les encantó la idea. Mi mamá les ponía la muestra a todas las señoras que vivían en el barrio y empezaron a recortar estrellas para sus ventanas. Cuando había el temor de los bombardeos japoneses en San Diego, los simulacros, se apagaba la luz y nos metíamos debajo de la cama.
—¿Eso hacíamos?
—Pues yo sí.
—No me acuerdo de nada.
—Estabas muy chico. Pero yo no he de haber estado tan chiquita. Yo nací en el treinta y nueve. Debía de haber tenido tres o cuatro años. Cuando íbamos a San Diego todo estaba pintado de camouflage: el camino, la carretera 101, los acorazados en el puerto, los jeeps y los aviones. En ese barrio nos llevábamos muy bien con los vecinos. Nos invitaban a sus reuniones, a las fiestecitas de los niños.
—¿Ya vivían los Valenzuela allí?
—Sí. Primero llegamos nosotros y los Valenzuela. Después se cambiaron María y el Capi, que trabajaba en la bomba de agua. Era una colonia de sonorenses hijos de trabajadores. No tuvimos problemas discriminatorios, no había mucha diferencia social. Eso a mí me dio mucha seguridad. Yo recibí mucho afecto, tanto del lado de mi papá como por parte de mi mamá. Mi tío Jorge se la pasaba todo el año fabricando los juguetes y los muebles que nos iban a amanecer en Navidad. Yo tenía sillas especiales para mis muñecas. Recamarita de madera, columpios, casas. Y luego tenía una abuelita muy inteligente.
—Era profesora.
—Y además leía muchos libros. La mayor parte del tiempo. Mi nanita y mi tío Jorge siempre estaban leyendo y sabían las noticias del día a los pocos minutos… sin que existiera en aquellos tiempos la televisión. Se enteraban inmediatamente a través de un viejo aparato de radio; lo sintonizaban, de onda corta, y captaba muchas ciudades de muy lejos, Berlín, Londres, Madrid, y luego Japón, la guerra del Pacífico, Roosevelt, Churchill, sabían quién era Mussolini. Los problemas de Alemania los comentaban, los analizaban. La bomba atómica. Ése era su ambiente. Tenían su propio universo, sus conversaciones.
—¿Todos ellos?
—Fueron gentes que no tuvieron apego por las cosas materiales. Tan no lo tuvieron que terminaron sin nada en la vida. Porque es lógico: si tú no quieres algo, pues no lo consigues. Nunca se preocuparon los hermanos de mi papá por hacer riqueza. Nunca. Jamás. Mi tía Sara era una mujer muy sabia. Antes de morir me hizo una relación de todo lo que sucedió a lo largo de sus ochenta años: “Viví una vida muy interesante”, me dijo. Ella era de mil novecientos, de Banámichi, y me fue señalando todos los inventos, el radio, la televisión, los aviones, que se hicieron hasta el viaje a la Luna. Y al otro día murió.
—¿Le tocó la llegada del hombre a la Luna?
—Yo los ví siempre a ellos como personas que no participaban en las cosas de este mundo; más bien ellos observaban lo que pasaba. No estaban involucrados en ningún campo. Ni en el de la política ni en el de la sociedad ni en el de los negocios. Trabajaban lo menos posible como plomeros y herreros y al fondo del taller, en medio del traspatio, amontonaban miles de botellas de tequila, vacías. Montañas de cristal. Eran unos observadores. Y tenían un gran sentido acerca de lo que es la vida y la muerte, que veían con una gran naturalidad.
—Como Alfonso.
—Como todos ellos. La pobreza, el hambre, la muerte, todo lo veían con una extraña filosofía. Como cosas normales.
—¿Con resignación?
—Con naturalidad.
—No la lamentaban.
—No.
—A mi mamá no le gustaban, ¿verdad?
—Es que ella era de familia campesina.
—Menos prudente.
—Sí.
—Más brusca…
—De otra educación. Por eso a veces era tan torpe y cometía tantos errores en su manejo de las relaciones familiares; no medía cuándo lastimaba, cuándo ofendía, cuándo gritaba…
—Era su modo de ser.
—Eran diferentes, él y ella, no tenían el mismo desarrollo. Igual le pasaba a mi papá en su ambiente de trabajo. No se sentía motivado. Fue maestro treinta y tres muy joven, un gran estudioso de la masonería. El primer libro de psicocibernética que conocí me lo prestó mi papá. Todavía en el rito nacional algunas personas lo recuerdan. A la mujer sí se le toma en cuenta en ese rito, sí tiene la posibilidad de abrir una brecha de igualdad ante la sociedad en comparación con el hombre. En el escocés no, allí a la mujer nada más se le tiene como amante o esposa, no en otras funciones.
—¿Y cuál es el rito escocés?
—El que prevalece ahora en Baja California. Mi papá era del nacional.
—Ah, ¿no era del rito escocés?
—Te estoy explicando la diferencia.
—¿Y se llamaba rito nacional?
—Se llama. Mi papá iba a la misma logia que está en la calle Sexta.
—¿Pero por qué nunca decía que era grado treinta y tres?
—Cómo no. Sí.
—¿Sí lo decía?
—Sí.
—Pero dejó de ir a la logia.
—Estaba desencantado. De todo. Perdió interés, y lo mismo debió sucederle en otras áreas, cuando empezó a declinar. Además, en todas las agrupaciones hay diferencias y malentendidos.


No les interesaba acumular


8
—Cuando empezó a trabajar en el telégrafo él andaba en las líneas, en el monte ¿no? ¿Por qué se ponía aquel casco sarakoff y aquellas polainas de cuero?
—Era jefe de inspectores, desde muy joven. Por eso se vino a Navojoa, cuando se creó la red nacional de telégrafos.
—Y no intentó otro modo de ganarse la vida.
—Eso tiene que ver con el desapego a la riqueza que tenían él y sus hermanos. No les interesaba acumular ni tener propiedades. La primera radiodifusora que se iba a instalar en Tijuana se la ofrecieron a él y no la quiso; era la primera concesión. Teniendo las mismas oportunidades que el señor Enciso y el señor Carrasco, no se interesó. Sucedió igual cuando le reservaron un terreno para empleados federales en la colonia Altamira. Le asignaron un lote y dijo no, muchas gracias, ya tengo uno, mejor dénselo a alguien que lo necesite más.
—¿Y mi tío Jorge?
—Había en él una cierta falta de desarrollo mental, pero no en altos grados. A veces actuaba como cualquiera.
—¿Rasgos infantiles?
—Algo así. Sólo que a mi tío Jorge, como en ese tiempo no había terapias, se le trató como a una gente normal.
—¿Anormal?
—Normal. Dicen que es el mejor tratamiento para las personas de ese tipo.
—Nunca se casó.
—Y nunca anduvo de novio. Fue infantil y muy miedoso. Le daban ataques de pánico.
—Caminaba como Henry Fonda.
—Y tenía temporadas en que se volvía más adulto, cuando trabajaba.
—¿Por qué se sentaba con los pies sobre la silla, en cuclillas?
—Porque le gustaba.
—¿Y Alejandro?
—Tengo muy presentes a mi abuela y a mi tío Jorge, dialogando. Ella con su trenza preciosa y plateada, que se enredaba alrededor de la cabeza, recitando, cantando con la guitarra, contando cuentos. Y él con su sombrero de vaquero y las botas sobre la mesa. Eran muy platicadores. Sentían un gran placer en la conversación. Si por ejemplo querían decir “¿está lloviendo?” no se expresaban así. Tenían que decir: “Mira, Jorge, las gotas del rocío.” O bien, “Sí, así era, como el mirlo blanco.”
—Usaban el sombrero a la cowboy.
—Es que eran sonorenses.
—De la zona ganadera, de Cucurpe, de Magdalena.
—Sí.
—¿Trabajaron como vaqueros o no?
—No, más bien en cosas técnicas, en la herrería, la electricidad, la plomería, en los talleres de las minas de Cananea, en Ronquillo. Por eso pudieron emplearse en la presa Rodríguez.
—¿Tú sabes en qué año se fueron a Tijuana?
—Cuando los contrataron para trabajar en la presa.
—En mil novecientos treinta y seis, treinta y siete…
—Tal vez. Por ahi…
—¿Y Alejandro?
—Era muy distinguido, tenía mucha clase. Siempre lo admiré mucho.
—Con gran dignidad, así, muy personal.
—Sí, mucha categoría. Muy fino.
—Bien parecido, ¿no?
—Guapo, bien educado, responsable. Ordenado en su vida.
—Muy respetuoso.
—Hablaba poco, pero muy concreto.
—Al morir, Alfonso tenía una actitud muy estoica ¿no?
—Sí.
—Muy sereno. Parecía hasta contento de que se iba a morir. A Lotario ¿tú lo conociste?
—No.
—¿Murió en Tijuana?
—Sí, pero antes de que llegara mi papá. De una pulmonía.
—¿No de tuberculosis? Y luego, en 1957, cuando yo me fui a Hermosillo, la situación en la casa era infernal.
—Sí, es que mi papá… Nosotros fuimos viviendo todo el proceso.
—De degradación.
—Y todo lo que trae consigo. Sólo que no teníamos los conceptos claros acerca de su enfermedad y eso nos causaba mayor confusión todavía.
—¿Y cómo vívías tú aquellas madrugadas en que mi papá nos despertaba y nos impedía dormir y se ponía a recitar poemas y a servirnos café negro en taza blanca?
—Muy mal. Me iba a la escuela en muy malas condiciones. Toda la mañana me sentía fatal. Me angustiaba tener sólo catorce años y no poder trabajar. Se me hacía muy larga la espera, quería crecer, que pasara pronto la niñez.
—¿Y la violencia en la noche?
—Tenía la certeza de que todo eso era pasajero porque yo iba a crecer y las cosas cambiarían. Siempre he tenido esa seguridad cuando paso por un problema grave. Y ha sucedido así. Nada es eterno y las situaciones no duran toda la vida.
—¿Las violentas?
—Me dolieron; me afectaron muchísimo.
—Cuando la golpeaba.
—Siempre asimilé qué era lo que pasaba. Por una parte la frustración de mi mamá, por otra, la irresponsabilidad, el alcohol.
—Yo siempre creí que aquel golpe había sido con un cortinero de la ventana.
—Fue con un fierro pero no me acuerdo qué era.
—¿No fue con un cuchillo?
—Creo que sí, la correteó por el patio con un cuchillo, en la madrugada.
—Pero no la hirió.
—No. La alcanzó a lastimar.
—¿Y cuando tuvo él aquel accidente, dos años antes de morir, te asustaste muchísimo?
—En esa ocasión estábamos Olga Cota y yo afuera de la casa. Olga tenía un cadillac último modelo, azul claro, y me fue a dejar a mí, un domingo. Apareció mi mamá y me dijo que mi papá tenía, era lo usual, tres días desaparecido. Pero, como era su costumbre, pensé que estaba en la Ocho. Yo ya me había hecho a la idea de que lo tenían que andar sacando.
—¿En la Ocho estaba la cárcel?
—La comandancia. En esos tiempos, sí. Era muy natural que no fuera dormir a la casa. Yo estaba allí con Olga y mi mamá me habló para decirme que él estaba en el Hospital Civil, que había tenido un accidente. Corrimos a ver a la Marilyn Sweed y ella y Olga fueron las que me acompañaron al hospital. Mi papá ya estaba muy rehabilitado. Le habían puesto unas pintas de sangre americana porque lo confundieron con un líder sindical que traía problemas con el gobierno y se le parecía muchísimo.
—¿Eso fue lo que pasó?
—Pero eso siempre tú lo has sabido.
—Primera noticia.
—Le decían El Colorado. Así como le habían salvado la vida equivocadamente creyendo que era esa persona importante, así también lo habían agredido. Porque sí lo hirieron con bastante intención.
—Lo confundieron.
—¿No lo sabías? Cuando llegamos al hospital le tenían puesto otro nombre. Y gracias a eso no lo dejaron morir. Le aplicaron bastante suero de emergencia creyendo que era otra persona.
—¿Y quién era él?
—No sé. Yo misma los confundía de lo parecido que eran. Parece que era de la CROC.
—¿Y le decían El Colorado?
—Algo así.
—Eso fue en mil novecientos cincuenta y ocho. Yo me enteré por un periódico de Hermosillo. ¿Por qué no me avisó mi mamá?
—Para que no te preocuparas.
—Ni siquiera pensó en mí. Yo creí que ya estaba muerto, porque el periódico que leí un sábado era del miércoles anterior. ¿Estuviste muy cerca de ella en sus últimos días?
—Conversábamos muchísimo. Cómo no íbamos a platicar si vivía en mi casa, y hablábamos, como estamos ahorita tú y yo. Para ti fue muy cómodo: te fuiste justo en el momento en que aquello era un infierno. Pero a nosotras nos tocó todo el drama; nos pusimos a trabajar y ya no estudiamos. Qué bueno que te fuiste. Cualquier lugar fuera de la casa podía ser la felicidad.
—No lo calculé. Además, también me daba miedo andar en las calles y no me podía hacer de amigos para defenderme de los pachucos. Alguien me dijo que la prepa de Hermosillo era muy buena y me fui, con todo el apoyo de mi mamá que me llevó a tomar el tren en Mexicali. Me estaba ayudando a escapar.
—Hicimos un trato. Hablábamos mucho de la muerte, a medida en que se iba haciendo a la idea. Y la mencionábamos con mucha naturalidad, como mi tío Alfonso. Hicimos un pacto: que ella me iba a venir a decir algo desde el más allá. Y durante los primeros años después de su muerte, cuando sentía su presencia, se apoderaba de mí un gran temor y la rechazaba. La verdad es que nunca la he dejado llegar a que me lo diga. Tal vez lo haga algún día en que yo esté mejor dispuesta para recibir el mensaje.
—¿Tú crees en eso?
—Creo en muchas cosas porque desde muy chamaca he tenido experiencias. Yo tuve una muy buena relación con mi mamá, de amigas, no de madre a hija. Y cuando yo planeaba hacer algo, o tenía algún proyecto, lo comentaba con ella. Así, cuando yo me fui a Mexicali a trabajar no sabía si estaba haciendo bien o mal con ese cambio y una vez que me puse a meditar me quedé dormida y la soñé. No sólo no la había soñado nunca: tampoco la llegué a ver en vida así de contenta, riéndose, tan alegre. Vi entonces que estaba muy tranquila, con una sonrisa muy bonita, como en el retrato de cuando era joven frente al pizarrón y con el gis en la mano dibujando la A; se veía muy guapa, con el pelo esponjado y los labios rojos, y me decía que me iba a ir muy bien.

Sin ningún juicio

9
No me quedé dormido, pero la había estado escuchando con los ojos cerrados. Contra mi costumbre logré cierta concentración continuada. Sus palabras fluían como provenientes de un alma infantil, como de alguien que aún no había aprendido a leer y a escribir. Sin ningún juicio. Y ese candor era el que me había llenado ciertos vacíos que yo suponía inexistentes. Hasta entonces me había hecho falta unir algunos eslabones y tuve que inducirla a que se posesionara de mi propia memoria para revivir hechos presuntamente inexhumables. ¿Cómo entender que me había hecho recordar cosas que tal vez no sucedieron y que ahora están en mí justamente por haberlas recordado?
Al otro día recogí la grabadora y mi libreta negra de la mesa del comedor mientras mis hermanas se afanaban en la cocina haciéndome una machaca. Desayunamos y tuvimos que dejar pasar unas horas antes de que me llevaran con sus hijos y una de mis tías al aeropuerto de Ciudad Obregón. Cuando me besó de despedida, Olivia me dijo al oído:
—No me dejaron dormir.
La ballena metálica que me acogía en su vientre viró por encima del valle del Mayo y sus rectángulos verdes, el río que lo unía a la presa del Mocúzari y a Tesia. Me sentía en paz allá en el cielo, lejos de mi novela familiar. Ni dormido ni despierto atravesé las nubes que entre sus huecos iban insinuando la cercanía de Tenochtitlan, los agusanados cordones de microscópicos automóviles que penetraban en la ciudad por la autopista a Querétaro. Más tarde entré en mi departamento de Insurgentes Sur y desempaqué. Coloqué la maleta en el suelo con la idea de arreglar todo después, pero antes de acostarme quise comprobar si tenía en orden mis materiales, la libreta de notas, las cintas de la grabadora que puse sobre el escritorio. Recordé que había estado trabajando un poco en el comedor de mi abuela antes de pasar al traspatio de los limoneros y conversar con Azucena.
En un intento por encontrar algo de rescatable del material, y a pesar de que ya estaba muy cansado, me puse a descifrar mis garabatos que de pronto parecían una variante de la escritura árabe en mi libreta negra.
Cecilio Gocobachi asomaba detrás de las palabras, no tan confuso como irrumpió en el mundo del sonido cuando lo transcribía (enrarecido por rumores ruidosos y una desesperante estática) sino transfigurado ya entre la tinta negra y los blancos de la página:

Yo tenía a esta mujer, la última, cuando mi tío Margarito me enseñó a volar. Estábamos nuevos aquí. Yo cuidaba las chivas y él se la pasaba tocándome todos esos sones. Yo sabía cantar en cahíta y en castilla. Era músico. Cantaba en Navojoa, Huatabampo, Etchojoa y adonde me llevaran. Con los Gavilanes fui mariachi. El jefe del mariachi se llamaba José Gavilán. Los trompetistas vivían en Álamos. Eran dos y un violinista de Jalisco. Los demás eran de por aquí. Un hermano era violinista y otro que ahora es paskolero también tocaba el violín. Después me salí. Y se salieron todos. Mi tío Margarito me dijo que se iba a morir. Pero desde allá te hablo, me dijo. Faltan dos meses para irme; así que te dejo aquí y dentro de un año de muerto, un año y medio, entonces ya vas a estar allá. Ta bueno, le dije. A lo que él decía: Bueno, bueno. Y así murió.
Un año pasó. Otros seis meses y fui por las cosas a Paskolabampo. Desde esta casa volé. Aquí estaba un echo. Todavía había monte. Y allá andaba arriba cuando el Guocomatero me llevó volando para allá. Era un pajarraco muy bonito. Una chulada de animal. Así como ves, un loro, de todos colores. Como si lo hubieran dejado escapar de la jaula. Él voló primero y arranqué y subí para arriba, extendiendo los brazos. Era de noche, como a las diez. Pero desde allá se veía todo de día, como a las diez del día. Con los diableros era de día. Y me fui volando. Se veía abajo el río Mayo, y la presa.
Yo iba volando siguiendo al pajarraco. Aquel no me habló nada. Yo ya me sabía todas las canciones del Venado. Nomás me faltaba esa clase de jiruquia. Llegamos a Paskolabampo y se sentó arriba de un echo. Y yo así brincando me paré. Allí estaban mis tíos todos, el Venado y tres hombres de allá. Cacarizos los hombres, güeros. Esos me pasaron y en la puerta estaba esa culebra, muy grande. Me dijeron que la montara y la monté. La culebra se meneaba. Era como de medio metro de alta. Se meneaba muy feo. Era para pasar adentro. Y sí pasé. Él ya sabía que iba por las güejas. Había muchas cosas adentro. Muchos juegos. Lo que quisieras había allí. Me dieron todo eso y me vine. Pasamos por Batacosa, por El Quiriego, y llegué aquí aclarando el día. Vi todo eso como si viviera allí. El Guocomatero se sentó en el echo y yo me bajé. Se fue el animal y yo le dije saludes a todos los de por allá. Yo llegué con el liacho y me senté solo. Le dije a la mujer: Levántate, vieja. Ya está amaneciendo.
Estaba bien cansado. Ya no volví a dormir otra vez. Ya había dormido todo ese sueño, pero por allá andaba. Si me muero le voy a dejar esas cosas a alguien que quiera enseñarse. No tengo a nadie. Sólo a los puros segunderos. No he oído a ninguno que sepa cantar. Me han dicho muchos que les enseñe, pero no cantan, no saben. ¿Cómo les voy a enseñar si no saben cantar?

Me llevé la libreta a la cama para seguir en contacto con el jefe, leyéndolo, aunque más que en una conversación su pensamiento se manifestaba en la unilateralidad, allá lejos, en las afueras de Tesia.
Entonces, todavía tirado en la cama, me vino como en duermevela una duda: que el caset metido en la grabadora —según me pareció haber visto— no decía “Cecilio Gocobachi, jefe mayo”, tal como yo lo había puesto con un plumón rojo. No decía nada. Era otro, nuevo. Me levanté, fui al escritorio y apachurré la tecla de la grabadora. Era la voz de Olivia.
Así que también ella quiere decir cómo vio la película, me reí. Dejé correr la cinta, en tanto me vencía el sueño: unos rumores de chasquidos y agua se entremezclaban con su voz y con palabras como Chínipas, Navojoa… pero fui perdiendo atención y la apagué.
Me pasé todo el día siguiente en la redacción de la revista inventando el imposible reportaje de Tesia. Volví a llegar muy noche a mi departamento y por una cosa u otra fui posponiendo mi, debo decir, poca curiosidad por conocer la versión de mi otra hermana. No deja de sorprenderme todavía mi indiferencia. ¿Ya no me importaba nada? Por fin, un domingo, después de haber dormido hasta las doce y tomarme dos expressos de mi cafetera italiana, un café que dejaba pintada la taza, se me ocurrió poner la cinta que Olivia me había pasado de contrabando.


Olivia


10
Lo primero que oí fue un chorro de agua. Olivia había abierto la llave y esperaba que se llenara la tina. Deduzco que se desnuda. Toca el agua tibia. Se mete en la tina y, a medida que va enjabonándose, me va contando:

Lo que sé es que no tenía un mes de nacida mi madre cuando mis abuelos decidieron trasladarse de la sierra de Chihuahua a Navojoa. Aquí creció ella. En esta misma casa. Fue una niña muy inquieta, muy impulsiva, muy temperamental. Muchas veces la maestra tenía que castigarla ordenándole que se estuviera quieta en uno de los pasillos de la escuela Talamantes. Allí hizo su primaria y a los quince años, por la falta de maestros en aquella época, a quienes no se les exigía que fuesen titulados, empezó como profesora rural en Tesia y allí transcurrió buena parte de su juventud. Conoció a mi papá a los veintitrés años y duraron tres de novios. Al año siguiente de casados nació Azucena aquí en Navojoa y como al mes de nacida se la llevaron a Tijuana, donde mi papá ya tenía a toda su familia: mi abuela, sus hermanas Sara y Laura, sus hermanos Alejandro, Alfonso, Jorge, Lotario. Parece ser que, por seguirlos a ellos, pidió su cambio de plaza en el telégrafo.
Yo crecí en la casa de la calle Río Bravo que construyeron mi papá y mi tío Jorge un poco antes de que yo naciera. Mi mamá dejó de trabajar durante sus primeros años de casada, pero después (ya tenía yo cuatro años) me llevaba con ella y subíamos la cuesta de la colonia Independencia para asistir a la escuela Granaditas, donde había recuperado su empleo como profesora. Casi siempre tenía primero o segundo de primaria. Plaza fija aún no la obtenía, ni era titulada. Después trabajó en la escuela Hidalgo, en la colonia Agua Caliente, y allí sí me tocó que fuera mi maestra. Finalmente pudo pasar a la Pensador Mexicano, donde yo hacía el tercer año mientras ella era profesora de cuarto. Siempre la tuve allí a mi lado, en el salón vecino, a lo largo de toda la primaria. Íbamos y veníamos juntas a la escuela, que quedaba enfrente de nuestra casa.
Le gustaba mucho conversar. Entraba en la cocina (un caos total, vivíamos con bastante desorden porque nunca se organizó de manera de poder llevar la casa y trabajar al mismo tiempo) y después de comer, sin lavar los platos, se iba a platicar con las vecinas, cosa que a mí me enfurecía. Me molestaba muchísimo que se pasara horas y horas en casas ajenas. Me indignaba porque me parecía muy fuera de lugar que siempre estuviera enterando a las señoras del barrio de sus problemas con mi papá. Ciertamente era muy difícil la convivencia con él. Le encantaba coser a máquina y la recuerdo sentada y llorando. Lloraba muchísimo y nos cosía y desbarataba vestidos y nos los rehacía a nosotras. Pero era muy contradictoria porque lo mismo entraba en un estado de ánimo eufórico, de mucha risa, que en un llanto inconsolable. Nos decía que andábamos estrenando ropa.
Nunca supe cómo había tomado mi tía Esther una de las reacciones intempestivas de mi madre cuando eran niñas. Llegaron un día de la escuela, muertas de hambre. Tenían una estufa de leña. Mi abuela les pidió que por favor la encendieran para calentar la comida. Mi tía era un poco lenta y mi mamá se desesperó a tal grado que de pronto tomó un cucharón de peltre y le dio con él en la cabeza. Llegué a creer que había sido algo muy grave que de alguna manera las había distanciado. Pero no. Se rió mucho mi tía y me lo aclaró: que no, que no tuvo la menor importancia.
Estaba un poco harta de seguir aquí en la vida. A menudo hablaba de la muerte. Es posible que se estuviera preparando para morir joven. Siempre estaba quejándose de que le había tocado ser no la primera hija, seguida de mi tía Julia, sino la segunda; que había asumido los problemas de su madre, con tanto hijo, que mi abuelo se perdía, que no sabían de él, que se iba cantando en el caballo don Emiliano al amanecer y no volvía en varios días; y que mi abuela cosía ajeno, tenía que criar a tantos hijos, pasaron muchas carencias y sentía que ella tuvo que llevar la carga de la familia y aparte con nosotros siguió en esa misma línea. Se veía siempre muy escéptica, una persona con una absoluta falta de fe en la vida, que la perdió no sé exactamente en qué punto del camino. No pocas veces he pensado que cuando nací yo mi madre ya había perdido mucho la ilusión, ya se había dado cuenta cabal de la situación de mi padre, que ella sobrellevaba de una manera que la hacía proyectarse muy mal y en cierta forma se la cobraba con nosotras, cuando menos conmigo. Así lo sentí. Eran muy raros los días que la veía contenta. En lugar de alentarte te desalentaba. Ya no creía mucho en nada. En fin.
Todavía era muy joven cuando murió mi papá. Si él le llevaba ocho años y murió a los cincuenta y uno, entonces mi madre era una mujer de cuarenta y tres, la edad que yo tengo ahora. Me sorprende un poco pensar que realmente era aún una mujer muy dueña de sus facultades, pero su actitud fue la que me hizo creer que era mucho mayor. Su postura era completamente de dejadez. Se abandonó por mucho tiempo, incluso físicamente. Estaba muy gorda y muy decaída. Se quejaba de todo. Siempre tenía yo el temor de que se estaba enfermando del hígado. Empezó a tener muchos problemas con la matriz, muchas hemorragias, en fin, era una mujer muy delicada.
Su mayor alegría era que nos viniéramos todos los veranos a Navojoa y a Huatabampo, donde vivía mi tía Julia, la mayor, con la que siempre se llevó muy bien. Cuando se dividieron las zonas escolares en estatal y federal, lamentó hasta la ira y el mal humor que la mandaran a trabajar a la colonia Libertad, en la punta de un cerro. Le preocupaba no haberse titulado. Por eso se inscribió en cuanto lo abrieron en el Centro de Capacitacion del Magisterio, que funcionaba los fines de semana en la antigua escuela Obregón. Fue de la primera generación de maestros que ingresó a estudiar la Normal. Se le dificultaba mucho el inglés, a pesar de vivir en la frontera y de sus ocasionales visitas a San Diego y Chula Vista. Nunca le entró y por tanto tenía que recurrir a alguna compañera para que la ayudara durante los exámenes porque la angustiaba muchísimo no poder aprender el inglés. Ese año coincidió con la fecha de mi boda en mil novecientos sesenta y tres: mi mamá recibía por primera vez en su vida un título que la reconocía como maestra normalista. Fue la única vez que la vi motivada, contenta, cuando estaba con sus compañeras, a las que quería mucho.
A veces llegaba una maestra de Tecate y se quedaba en la casa, Yolanda Peñaloza. La ceremonia de graduación se hizo cuando yo andaba en mi luna de miel. Tenía ella la gran fantasía de vestirse toda de blanco y se mandó hacer un vestido de ese color. Para mí era absolutamente extraordinario que, a pesar de su actitud anterior, hubiera tenido esa ilusión de lograr un título. A partir de entonces adquirió otra categoría en el magisterio y empezó a ganar más dinero.
En esos tiempos vivía sola en la casa. De pronto se le presentó la oportunidad de ir a Europa cuando yo acababa de tener a mi segundo hijo. El viaje lo hizo con un grupo muy numeroso de amigas de Tijuana y recorrieron en dos meses más de diez ciudades. Pelirroja, era una mujer muy sensible al sol. Se ponía como camarón. Muriéndose de la risa me platicaba lo que lloró de sentimiento cuando en Holanda acudieron a un lugar donde les rentaron trajes y zuecos de madera. Se veía exactamente como una holandesa y todo mundo estaba atacado de la risa con el atuendo de ella, chistosísima. Pero se sintió; le ofendió que se burlaran tanto de ella y lloró a mares. Fue una de las tantas cosas que le sucedieron. En París se extravió: sus compañeras se alarmaron porque duró como cuatro horas perdida hasta que tomó un taxi que manejaba un español refugiado (que la cortejó, me parece) y llegó al hotel. Fue algo de lo más bonito que le pudo haber sucedido: un regalo que le daba la vida. Había recuperado lo que nunca tuvo de niña ni de joven ni en la relación con mi padre. Lo triste es que antes de hacer ese viaje ya le habían declarado el melanoma maligno, un año antes. Yo la llevé con el médico del Mercy porque se le descubrió una mancha en la pelvis. Al día siguiente recibió una llamada telefónica en la que el doctor de San Diego le daba la mala noticia: necesitaba una intervención quirúrgica cuanto antes. No le ofrecía muchas posibilidades de salir bien porque en aquel entonces aún no habían encontrado lo que felizmente acaba de descubrir un médico muy famoso de Nueva York, el doctor Rosenberg, un tratamiento que ha tenido mucho éxito (fue el que atendió a Reagan con el problema de cáncer en la piel de la nariz). Mi madre se sometió a una operación muy terrible, inclusive la hicieron firmar un documento en el que autorizaba que su caso podía pasar a estudio y aparecer en los libros de medicina, cosa que a mí (yo era la intérprete) se me hizo muy difícil de aceptar. Sin embargo, pasó un tiempo bastante bien después de la operación tan tremenda que la tuvo como tres meses en el hospital. Siguió en estado estacionario algunos años más y en ese lapso fue cuando realizó su viaje maravilloso en el que conoció tantos países. Estuvo en varias ciudades de Italia y trajo muchas fotos, se la pasaba cantando, muy alegre, como una niña, una niña descubriendo el mundo.
Después, cuando ya tenía su título, consiguió una plaza en la escuela Alba Roja en el turno de la tarde. Y allí estuvo feliz durante los últimos años de su vida. De vez en cuando iba yo a visitarla y la encontraba muy contenta mientras hacía una ensalada de frutas con los alumnos. A cada niño le pedía que llevara un plátano, una manzana, un mango, y a la hora del recreo se la comían. Una vez me invitó y llegué y conviví con ella y sus muchachos (que eran como cuarenta). Poco después se vio sometida (en mil novecientos sesenta y siete, el año en que murió el Che Guevara) a otra serie de cirugías. El melanoma se le presentó con otro tipo de cáncer en el sistema linfático y más tarde entró en una agonía muy larga desde principios de mil novecientos sesenta y ocho hasta abril. Murió en el Seguro Social.
No tenía la costumbre de hablar mucho con ella. Era una persona muy metida en lo suyo. Muy concentrada en la mesa del comedor revisaba las pruebas de sus alumnos, muy preocupada por presentar las calificaciones de fin de exámenes, con mucho trabajo. No era frecuente que ella y yo nos sentáramos a platicar por largo tiempo. En general era una mujer que se seguía dejando llevar mucho por sus impulsos. Me gritaba continuamente. Me ordenaba algo. Era de muy fuerte carácter. Los años que pasó sola antes de morir fueron muy duros. Yo fui muy desapegada de ella. Rompí totalmente. No sentía el deseo de ir a consolarla. Muy de vez en cuando llegué a visitarla y aunque puso teléfono tampoco le hablaba mucho. Cuando pasaba a verla me daba cuenta de que la soledad la hacía que se pasara a la casa de la vecina, con María López y La Chiquita. Veía la tele con ellas hasta que oscurecía y luego regresaba a la casa. Ha de haber sido muy duro porque no sé si ya en ese entonces se había ido del barrio Angelina, una de sus grandes amigas. Estaba muy sola, pues, y luego se vio más grave. Un año antes de morir se la llevó Azucena a vivir con ella. Tampoco la visitaba yo. Me faltó madurez para comprender muchas de sus actitudes; no hubo tiempo para llegar a una reconciliación. Tampoco voy mucho a su tumba. Tampoco hablo mucho de ella. Poco la recuerdo. Sus fotos las rompí. Me quedó la sensación de que nunca llené sus expectativas, que siempre fui una niña tratando de agradarle, limpiando la casa, haciendo de comer. Sólo quería que me quisiera.







Un espectador desatento y distante



11
Las versiones que de mis hermanas recogí aquella noche en Navojoa perduraron en mí de una manera vaga e inasible, entrecortada. Se agolpaban en mi mente o en mis sueños, se empalmaban como si lo dicho por una hubiera sido el recuerdo de la otra. Lo cierto es que, ante todo, me sentía un extraño, como si yo no hubiera vivido nada. Ellas parecían tener algún tipo de contacto con el pasado; yo, no. Nada en concreto sabía de mi padre ni de mi madre. Yo no podía dar una versión de los hechos. No acertaba a inventar una sola imagen ni a intercalar alguna reflexión, como si hubiera sido un espectador desatento y distante. ¿Qué podría haber dicho si alguna de ellas me hubiera interrogado? Bastante raro había sido el que yo me plantara ante ellas como un entrevistador deseoso de encontrar una historia. No suelen hacerse estas cosas, mucho menos entre amigos o parientes con quienes se han tenido las mismas experiencias. No se habla así de nadie, con tanta desenvoltura, con tan extraña frialdad. Lo que más me sorprendió es que hablaban como de algo que no había tenido nada que ver conmigo.

Me decía mi dulce corazón. Me preparaba café con leche y me lo llevaba a la cama. Me acongojaba mucho no poder ayudarlo. Era muy tierno, muy sentimental. Lo sentía solo, cuando llegaba tomado. Le hacía su café negro en taza blanca, como él decía. Quería hacerlo comer para que se repusiera. Cuando yo tenía trece años, después del asalto, lo fui a ver al Hospital Civil. Duraba horas y horas a su lado, tomándole la mano. Cuando volvió en sí, me prometió que no volvería a beber. Y efectivamente lo cumplió. Nos volvimos grandes amigos.
Le gustaba mucho caminar. En eso sí se parecía a Azucena. Se iba caminando a través de todo Tijuana hasta la calle Primera, por el rumbo de la Puerta Blanca, donde vivía su mamá. Me llevaba de la mano, caminando, caminando. Era feliz y caminaba de prisa, encajando los tacones. Me invitaba al cine que estaba enfrente del telégrafo, platicábamos, compraba discos, música española, flamenca, huasteca (el Querreque era como su himno; con ese son quiero que me entierren, decía), inclusive bailábamos, me pedía que le sacara las castañuelas y le bailara. Le encantaba cocinar, las ensaladas eran su especialidad, con aceite y vinagre, de berros y albahaca. Me dijo que sólo por mí tenía deseos de vivir y que iba a cambiar. Su relación con mi madre y Azucena se había echado a perder. Ya no se hablaban y se sentía muy rechazado, muy triste. Lo único que lo mantenía en la casa era su afinidad conmigo. Le podía muchísimo haber desertado del telégrafo antes de tiempo, haber perdido sus derechos de jubilación, porque una de las veces en que andaba tomado se le metió la locura de renunciar. Y le aceptaron la renuncia, los muy cabrones.
Sólo cuando había una plaza vacante de algún compañero que se enfermaba o solicitaba un permiso mi papá lo suplía, es decir: estaba de suplente. Terminó por poner un escritorio público a la entrada del telégrafo y una máquina de escribir para redactarle las cartas y los telegramas a la gente. A partir de entonces todas las noches llegaba con las bolsas llenas de veintes, daimes y pesetas. Y penis, muchos penis. Como vendedor de chicles, decía. Y eso le afectó. Yo creo que esto fue lo que finalmente acabó con él. Nunca se repuso.
Pasado mañana hará exactamente veintiséis años que mi papá estaba allí en la sala. Acababa de llegar y me puso un disco con una canción que decía Como el clavel del aire/ así era ella/ igual que una flor. Una especie de tango. Bailamos un rato. Comimos, volvimos a bailar, me dio un beso. Y se fue como a las tres de la tarde al telégrafo, a pie. Yo me encontraba a una cuadra de distancia del lugar donde se desplomó, en la colonia Cacho. Con un grupo de amigas estaba yo arreglando un salón que nos prestaron para la fiesta de San Valentín, que era al día siguiente, el 14 de febrero. Vimos entonces que se acercaba mucha gente a la esquina y que llegaba una carroza. Como yo nunca he tenido la costumbre de asomarme (me pongo muy nerviosa) me mantuve a distancia y no me interesé. Pero más tarde llegó la mamá de Guillermina Zonta y me llevó a su casa. Para eso serían como las siete y media de la noche. Me sentó en la cocina y me explicó que mi papá había sufrido un ataque y que tal vez no quedaría muy bien, que a la mejor iba a tener que usar silla de ruedas. Me empezó a preparar la señora. No hallaba cómo darme la noticia. Porque para mí la muerte de mi papá fue como un rayo. De una manera así, fulminante. Estando en un banquete la víspera del día del telegrafista, que también sería al día siguiente, el 14 de febrero, dejó un momento a sus compañeros porque hacía falta vino y se dirigió a una licorería de allí del bulevar Agua Caliente y la calle Ocampo, que ahora es una florería. Al tocar el primer escalón cayó muerto. Yo estaba en la calle Ocampo contraesquina, a una cuadra, de la misma calle de la licorería Roxy. Pero me llegué a enterar estando en la casa de Guillermina Zonta, con su mamá, y alcancé a oír que se suspendía el baile del 14 de febrero de San Valentín. Guillermina decía por teléfono se cancela la fiesta porque murió el papá de Olivia. Y en ese instante sentí un dolor desgarrador, lo más fuerte que he experimentado en toda mi vida, en el pecho, las sienes, el estómago. Pegué un grito como loca. No lo podía creer. No podía creerlo. Me fui corriendo a la casa por el callejón de Dimas, entré por detrás, por la cocina, recorrí las recámaras, la sala, el baño, no había nadie, y toda la casa empezó a vibrar, las ventanas, las lámparas, los espejos, las paredes de madera, los techos, toda la casa: se oía el aparato del telégrafo, el aparatito de la clave Morse que se usaba antiguamente, por toda la casa se oía.

Telegrafista

12
Me quedé siempre con la idea de que al menos ellas tenían una capacidad de recordar espontánea, no destinada más que a ellas mismas, sin la menor intención de compartirla con terceros. Yo, en cambio, me encomendaba a ciertos escenarios, guardaba algunas impresiones, pero no podía ordenarlas. Había en ellas una cierta inocencia en el uso de las palabras, una espontaneidad que yo ya no era capaz de tener debido a mi trabajo. Me había dedicado demasiados años a recoger y a escribir ideas ajenas, a apuntar frases que tenían algún valor informativo. Lo hacía bien, me parece. Transcribía con fidelidad lo que la gente me decía. Ése era mi oficio. Sin embargo, durante los meses que siguieron a nuestro encuentro en Navojoa empecé a sentir cierto hartazgo de las labores tan fugaces y transitorias del periodismo. Se me habían vuelto demasiado mecánicas y repetitivas. Ninguna novedad me esperaba a la semana siguiente cuando debía preparar otro reportaje. Tenía la sensación de que otras personas hablaban a través de mí y de que yo era alguien sin voz propia.
Lo pensé también de otra manera. Me decía en lo más íntimo que tal vez no había retenido gran cosa de mis años de infancia porque estaba paralizado, porque era incapaz de la menor emoción. Y ya se sabe que sólo se recuerda bien lo que ha estado acompañado de grandes sentimientos. O a la mejor lo que había sucedido conmigo era que desde niño fui muy disperso: no fijaba la atención en nada más de cinco minutos. Y, por supuesto, de inmediato desplazaba lo que amagaba con ser doloroso. Así, era probable que mi memoria no fuera muy fecunda porque me las había ingeniado para no sufrir. La tenía anestesiada y no quería reconocer que en el fondo —era demasiado tarde, no volvería a ser joven— ya no me importaban tanto mis padres y, no sin esfuerzo, sólo concentrándome, apenas los recordaba de manera muy borrosa. Estaba demasiado hecho a mi presente. ¿Por qué, pues, había yo de tener una versión de los hechos, como ellas?
Era como una frontera la que sentía interpuesta al recordar. Una alambrada. Un alto. Hasta allí no puedes llegar. No hay paso. Me acostaba y cerraba los ojos. Buscaba en la penumbra algunos intersticios por donde pudiera escabullirme. Mis palabras no eran mis palabras. Estaba demasiado impregnado de razonamientos extraños y de percepciones que otros, no yo, habían tenido. Las frases de los libros interferían desbocadas pensando por mí: me pensaban, me violaban. Oía que sólo en la oscuridad empieza el trabajo de la memoria. Oía que la memoria es lo mismo que la imaginación. Oía que nuestros cerebros albergan un constante movimiento fronterizo, confinante, limítrofe, de ahí los dolores de cabeza y la migraña, de ahí tanta confusión. El límite, el confín —lo oía, me lo decían—, entraña algo definitivo, la puerta puede cerrarse: la frontera entre la vida y la muerte, entre la madrugada y el amanecer, entre el atardecer y la noche. Ni siquiera el umbral habrá de redimirnos. No por nada mi absoluta incapacidad de concentración sostenida me había llevado a elegir, sin pensarlo, un trabajo de atención dispersa, como el del periodismo. Sólo podía atender asuntos de carácter perentorio, con plazos fijos y cortos. Pero ninguno que comportara una mínima persistencia. Así había sido desde siempre: me instalaba en las nubes a la menor provocación y muchas veces, cuando alguien me hablaba, acumulaba vacíos, lagunas que luego no podía llenar para dar la impresión de que había escuchado.
Con el paso del tiempo aprendí a aceptar esta suerte de comportamiento errático. Dejé de torturarme. Es mi modo de ser mental, me dije; no tengo por qué vivirlo como quien aprende a vivir con una enfemedad. A la mejor se trata, dije para mis adentros, de una especie de alcoholismo sin alcohol: una tendencia al miedo que para conjurarlo no me impelía a buscar la copa sino a ocuparme de otros pensamientos, porque la verdad era que a la menor distracción organizaba una fuga; me mordía las uñas, leía periódicos (sólo el principio de las notas), iba de un café a otro, nunca terminaba de leer un libro. Y esta disipación no habría de tener fin. Picaba de aquí y de allá. Nada se me quedaba entre las manos. Llegué a tener más de cuarenta libretas empezadas, durante años. Ninguna continuada. Sólo leía prólogos y epílogos o la solapa de los libros que informaban del autor. Más que en lector me había convertido en un coleccionista de libros. Y esas notas a medio empezar eran como telegramas. De más de diez palabras, es cierto. Pero anotaciones puras. Apuntes. Ideas, frases que escuchaba en las calles o en los cafés. No redondeaba nada. No completaba nada. Todo lo dejaba apenas esbozado. La redacción de la revista, atiborrada de escritorios metálicos, ceniceros rebosantes, máquinas de escribir y pilas de papeles por todos lados, empezó a parecerme una de aquellas oficinas de telégrafos y entonces vi, más allá de la frontera, en el confín distante de las tinieblas, que lo único que había podido hacer en la vida era perpetuar el trabajo corto e intempestivo de un telegrafista. Y quise sonreir dentro de mí, pero no pude: era un oficio viejo, sustituido por sucesivas tecnologías. No un animal en extinción sino extinguido. Es decir, en cierto modo, yo ya no existía.